Arturo Bastón, quincallero digital

Entre los maniáticos de la asepsia minimalista y los que cargan con el síndrome de Diógenes existen infinitas gradaciones. El espacio íntimo de una persona no siempre traduce su lógica mental, pero creo que en el caso de Arturo Bastón el barroquismo icónico congregado en las estanterías de su estudio nos puede dar indicios del tipo de espécimen que aquí presentamos.

Sobre el escritorio, junto a la colección de películas de serie B de los años cincuenta, asistimos a un carnaval de figuras acéfalas o con cabezas y miembros intercambiables: astas de cabra rematando figuras de santos, cabezas de cocodrilo cubriendo bailarinas hawaianas, la sonrisa de un niño de madera transfigurada por unos colmillos de vampiro… El souvenir que trajiste de tu último viaje acabará hibridándose con alguna otra criatura de este cambiante diorama. Dibujos comprados a artistas outsiders, distintas versiones del mono sabio que se tapa los ojos, reliquias guardadas en acuarios de juguete y exvotos privados nos adentran en un gabinete de curiosidades con visos de sagrario herético.

El tuneado casero al que Arturo somete toda suerte de bibelots y tótems en miniatura, el collage visual y semántico del que se rodea para sentirse cómodo mientras hace piruetas audiovisuales en pantalla doble, es significativo de un proceder que podemos rastrear a lo largo de su vida. Su espíritu de “bricoleur” se manifestó ya en sus años de estudiante, si entendemos el bricolaje al modo de Levi-Strauss como el arte de componer “sin plan previo” mundos a la medida de uno mismo, recombinando “materiales ya elaborados” (nunca materias primas) a partir de “testimonios fósiles” de la propia cultura o de la vida personal. Un hábito que, con el tiempo, Arturo ha ido refinando, adaptando a distintos medios y técnicas artísticas con las que eventualmente ha flirteado. Y del flirteo al matrimonio, según se deja adivinar por la pasión con la que en los últimos años se ha entregado a la creación de videoclips, un terreno fértil del que hace germinar delicadas piezas de arte. En ellas, del despiece frankensteiniano nacerán nuevos engendros.

Rebobinemos entonces la cinta del tiempo hasta la época en que el veinteañero se matriculó en la Escuela Activa de Fotografía en Ciudad de México, su urbe natal. Fue visto y no visto, porque pronto se hartó del insulso ambiente académico. Prefería nutrirse de catálogos en los que descubría fotógrafos vanguardistas de principios de siglo: Christian Schad, Man Ray, Moholy-Nagy…. Los fotogramas, rayogramas y fotomontajes de aquellos pioneros le servían de inspiración para sus propios experimentos fotográficos sin cámara. Dejó las clases, pero antes hizo acopio de los negativos que sus compañeros descartaban a fin de sacarles partido en el cuarto oscuro que compartía con su hermano en la azotea de su casa. Colocaba sobre el papel fotográfico cristales rotos, pelos, clavos… aprendiendo con incansable afán autodidacta la alquimia del revelado y la estética de la huella a base de hallazgos fortuitos. El interés por recuperar materiales desechados ya no lo abandonaría.

Paralelamente, al tiempo que realiza fugaces escapadas al desierto de San Luís Potosí para descubrir las bondades del peyote, empieza a frecuentar otro tipo de cuarto oscuro, el de los numerosos cineclubs que por entonces parecían competir en sus programaciones de películas independientes. Por supuesto, el cine que más le va a interesar no es el de grandes decorados y bellas tomas sino el que hackea la realidad (analógica, por entonces), la hace añicos y trabaja con los fragmentos, con material de archivo, y disecciona el medio fílmico de mil maneras (desde Dziga Vertov hasta Bruce Conner).

El escozor de la cinefilia recorrió su cuerpo. Tomó algún curso de teoría del cine y, como un resorte, saltó de asistente de producción de una empresa de publicidad al departamento de arte de largometrajes (del calibre de Highway Patrolman de Alex Cox, por ejemplo).

El entusiasmo con el que estaba trabajando en los rodajes se vio truncado súbitamente por una enfermedad, cuyo diagnóstico (por suerte, erróneo) le auspiciaba una progresiva minusvalía motriz. Los médicos le aconsejaron buscarse una actividad que pudiera hacer sentado. Tras sobreponerse a la consiguiente depresión que duró meses y durante la cual escribir fue un bálsamo, ingresó en la SOGEM (Sociedad General de Escritores Mexicanos) para aprender escritura creativa, al tiempo que empezó a estudiar animación por ordenador.

Tiempo después conoció a una chica catalana que, de nuevo, supuso un giro de ruleta en su vida. Ella pasaba en México solo una temporada y él no dudó en acompañarla a Barcelona cuando llegó el momento de partir. Lo que no imaginaba es que en esa ciudad acabaría echando de algún modo raíces, aunque de un tipo de planta que se pueda trasplantar, por si acaso.

Así pues, con la mente siempre porosa, un Arturo ya casi treintañero hizo inmersión en el ambiente barcelonés de los años noventa. Entró en contacto con algunos miembros fundadores de La Fura dels Baus. Uno de ellos, Carles Padrissa, contando con que Arturo sabía usar programas 3D (muy raro en la época), le propuso realizar maquetas digitales e interactivas para conceptualizar los espectáculos del grupo (las primeras óperas que hacían).

Y de oca en oca: trabajando para la Fura conoció a Franc Aleu, con quien colaboraría puntualmente, y éste le presentó a Manuel Huerga, que en aquel momento estaba dando forma a un innovador proyecto de televisión. Como director de BTV, Huerga renovaría el concepto de la televisión pública de Barcelona. Tras una escueta entrevista, Arturo fue contratado como grafista. A los pocos años, cuando se introdujeron en BTV sistemas de edición digital, se le pidió a Arturo ponerlo en marcha. Así, dejó el grafismo para dedicarse por entero al montaje.

Como montador de video, su alma de bricoleur aflora de nuevo. Supeditará la técnica a su pulsión por rearmar pedazos sueltos. Destripará el lenguaje audiovisual en proyectos personales y colaborativos.

Los estudios de televisión pueden ser una mina para un reciclador nato. Los desechos videográficos encontrados en cintas destinadas a borrarse (repitiéndose el mismo gesto recolector de su época de estudiante) serían aprovechados para pergeñar junto con Félix Pérez-Hita y Kikol Grau Gabinete de Crisis, un programa de televisión que no verá en televisión. Entre los primeros responsables de esta travesura audiovisual estaba también Andrés Hispano, pero finalmente, la producción, dirección, guion y edición de los seis capítulos (uno por año) correría a cargo de Pérez-Hita, Grau y Bastón.

El título y su coletilla ya nos pone sobre aviso del tono canallesco de un programa que de festival en festival se iría granjeando honores de caballería gamberra: Gabinete de Crisis recibió, entre otros reconocimientos, mención especial en el Festival ZEMOS98 de 2002 y primer premio en el I Festival Animalario de Sevilla en 2007, convirtiéndose en una especie de programa de culto.

Arturo y Félix la emprendieron después con otro proyecto, “Hilomental–Sesiones videológicas”. Éste compartía con el anterior el afán de rescatar residuos audiovisuales, pero el formato era otro. Consistía en invitar a ponentes a dialogar sobre un tema a través de la imagen en movimiento, sirviéndose de materiales procedentes de cualquier repositorio de vídeo o plataformas online. La idea era incitar a un uso crítico y a la reapropiación creativa de la creciente marea de información visual. Por citar algunos de los invitados a este diálogo audiovisual, mencionemos a Toni Serra/Abu Ali (DEP), Mery Cuesta, Javier Calvo, Ingrid Guardiola, Marcel·lí Antúnez, Andrés Hispano, David Carabén y Ramón Faura.

Las sesiones videológicas duraron varios años. Paralelamente, Arturo trabajaba como montador freelance para productoras e instituciones reconocidas.

Poco a poco, sin embargo, fue espaciando esas colaboraciones con el fin de invertir más tiempo en lo que estaba descubriendo como un prometedor filón creativo y profesional: los videoclips.

En este rápido repaso de la biografía de Arturo, hemos unido en un circuito de vasos comunicantes sus exploraciones técnicas y conceptuales. Efectivamente, desde sus primeros escarceos con la fotografía manipulando los negativos, hasta el reciclaje de found footage en sus montajes de video, subsiste una misma búsqueda. Siguiendo con el símil, los videoclips que ha estado haciendo durante la última década serían la sístole y la diástole del mapeo arterial. Destilan una delicadeza formal y un poder evocador a los que no se llega más que tras hacer un largo viaje, intuitivo y parsimonioso, por la cultura sumergida y sus pecios olvidados.

Coleccionista de exquisiteces con las que recompone el imaginario de su archivo mental, en sus videoclips indaga sobre la belleza sin anticipar significados. Su versatilidad con los recursos técnicos de la edición y la composición se traduce en sugerentes sinergias de ritmo, textura y secuencia.

En estas piezas, los referentes fílmicos (o de cualquier otra fuente) que conforman el matraz del potaje visual ya no son identificables. Una suerte de décollage los distorsiona y las suturas se emborronan.

Los tiempos digitales, con su ingente cantidad de material descartado circulando libremente por las redes, se han puesto a su favor. Hasta el punto de que, sin militancia premeditada, Arturo contribuye a “liberar a la imagen pobre de las criptas del cine” y a desafiar el “fetichismo de la alta resolución”. El entrecomillado procede de un artículo de Hito SteyerlEn defensa de las imágenes pobres, en el que esta artista y ensayista discurre sobre las posibilidades subversivas del “lumpenproletariado” digital, es decir de toda aquella imaginería excluida de los protocolos del copyright por carecer de suficiente resolución, nitidez, etc., y cuya metamorfosis es imprevisible e irrefrenable: piratería, compresión, reedición, desplazamiento, reapropiación artística.

Las “imágenes pobres” tienen el potencial de revestirse de una nueva aura, siendo el carburante de producciones fílmicas y audiovisuales que fluyen por corrientes subterráneas, por debajo de las mediáticas y comerciales. Releyendo el proceder de Arturo a través del prisma iluminador de Steyerl, podemos decir que Bastón corta el cordón umbilical que une las copias con “el original”, las “degrada” creativamente y enturbia su genealogía. Las transfigura hasta hacer irreconocible su procedencia, procurándoles un nuevo valor de culto.

Las bandas con las que Arturo trabaja le permiten explayarse en la indagación plástica de imaginarios que siempre le fascinaron: cómo narrar tránsitos de conciencia, cómo imaginar el fin del mundo o el germinar de uno nuevo… Reinos proteicos, mutaciones e híbridos zoomórficos, lenguas de lava cubriendo el planeta o torrentes de agua sepultando la memoria del tiempo, criaturas selváticas proyectando sus aullidos sobre las ruinas de la civilización… Pero la noche no es tan oscura. Caen meteoritos que siembran microorganismos de otro planeta. Una nueva raza repuebla tierra. Al fin y al cabo, solo fue un viaje de Amanita Muscaria, o bien, una alucinación causada por la extracción de la piedra de la locura en un laboratorio gubernamental.

El medio casi deviene mediúmnico, una suerte de sesión hipnótica. Lo micro y lo macro, lo molecular y lo interplanetario se entreveran de tal modo que gozamos de un viaje multidimensional. La imagen, más que supeditarse a la música, la lleva en volandas, y como espectadores tenemos la sensación de ser propulsados al cosmos e ingresar en algún tipo de sueño estelar. Agárrate pues al asiento, que ya empieza a vibrar.

Anna Adell

 

Texto para el catálogo del FLUX 2022. Festival de video de autor

http://arturobaston.com

Centre d’Art Santa Mónica, Barcelona

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *