Las culturas más antiguas proyectaron sobre el cielo nocturno formas de animales y de seres sobrenaturales vinculados a sus respectivos acervos de leyendas y creencias. Con el progreso de la ciencia, el universo de las proyecciones se mantuvo en el plano simbólico, sin interferencias en la vida real. La astronomía se separó de la astrología. Sin embargo, con el desarrollo de la tecnología digital, las “constelaciones de datos” dibujándose sobre cielos de cristal líquido tienen efectos directos e imprevisibles sobre las personas. La proyección de patrones es tomada de nuevo como realidad.
Entre las palabras y las cosas, entre lo visible y lo invisible, entre lo que vemos y lo que proyectamos, se abre un hiato que debe llenarse. Los pitagóricos, cuando miraban al cielo, veían un décimo cuerpo astral cuya consistencia no era física pero cuya música silenciosa al rozar con el éter era perceptible por los oídos más dotados. El planeta invisible y su órbita circular era la clave de bóveda celestial que precavía del derrumbe del templo de estrellas sobre sus cabezas, pues la religión pitagórica dotaba al número diez de perfección divina.
Adoradores del número, los sacerdotes pitagóricos creían poder mantener el orden social replicando la creación del cosmos a través de la geometría y la música. Identificaban la enfermedad con un desarreglo de los órganos que debía enderezarse con la mímesis: emular con buenos hábitos el orden del universo hasta sentir que sus fluidos internos recuperaban la armónica cadencia de los astros surcando el éter.
La geometría numérica sigue queriendo conquistar el cosmos y el microcosmos, las almas y los átomos. Los que en la era computacional controlan el secreto de los números son también una oligarquía de iniciados en la geometría alquímica. Sus dominios se despliegan asimismo entre lo visto y lo proyectado, entre lo que muestran y lo que esconden. Claro que no son perseguidos, como la secta pitagórica, sino perseguidores. También se han hecho un cielo a su medida. Su firmamento refulge con cientos de puntos de luz más que para el resto de los mortales. Esas luces fugaces son satélites espías, aeronaves de reconocimiento, metal ligero clasificado.
Como hay buscadores de ovnis, existen astrónomos aficionados en localizar naves espaciales que oficialmente no están ahí. Trevor Paglen se puso en contacto con una de estas comunidades online de avistamiento de satélites secretos para llevar a cabo un reportaje espectral del “otro cielo nocturno”.
Cargando trípode y telescopio, Paglen incursionaba en el desierto de Sierra Nevada y aguardaba el declinar del día apoltronado en las orillas del lago Mono, un paraje de orografía lunar y cuyo nombre es de lo poco que queda de una de tantas tribus masacradas durante la fiebre del oro. Cerca de allí, entre lomas áridas cuyo silencio en apariencia solo corta el silbido del viento, se camufla un aeródromo que escupe aviones sin pasajeros con destino a pueblos exóticos. Exterminio supersónico.
William Turner, el pintor de la velocidad en la era industrial, hacia el final de su vida desatendió los vapores de los trenes y la calima portuaria para centrarse en otro tipo de brumas: las que enturbiaban las mentes. En Ángel ante el sol, el arcángel San Miguel blande su espada entre torbellinos dorados. Algunas aves revolotean en torno suyo y a sus pies se esbozan algunas escenas catastróficas de inspiración bíblica, como la muerte de Abel. Ante la curiosidad de los críticos que acudieron a ver la última exposición del artista, Turner añadió en la cartela de la obra: “festín de los buitres al término del día”.
El cielo como imagen de libertad (o salvación, para el credo cristiano) revierte en presagio aciago. La inversión alegórica es retomada por Paglen en Rapaz ante el sol. Es la imagen de un dron rasgando un cielo brumoso, pero al dron solo lo ve aquel que sabe que está allí. Para el resto solo hay luz y color. Turner intuyó precozmente que el espacio estaba siendo sustituido por el tiempo de las máquinas. Después de él, el mundo ya no podría ser representado, solo percibido, o alucinado, como nos dan a entender las fotografías amateur de supuestos satélites secretos. Es un acto de fe ver algo más que líneas y manchas.
Sensores y radares, ojos y oídos procesan desde lo alto porciones diminutas de los hábitos terrestres. En el otro cielo nocturno, las órbitas de los esquivos cuerpos celestes determinan como los cielos antiguos el curso de nuestras vidas. Como es arriba, sigue siendo abajo, pero sin música estelar.