En un época de manifiestos incendiarios y místicas delirantes, en el albor del siglo XX, mientras los futuristas italianos aspiraban a quemar los museos, los cosmistas rusos creían que los museos harían posible la resurrección humana.
Desde sus inicios, los reservorios de arte han tenido una relación compleja con la vida y la muerte, con el tiempo y con el anhelo de anularlo. En primer lugar, porque el museo se arroga el poder de decidir la supervivencia o el eclipse de una u otra obra para la memoria futura. Después, porque la museificación momifica el arte, la vitrina lo fosiliza.
Aparte de estas dos obviedades, el vínculo del museo con la muerte se aprecia también en la variada gama de epítetos que lo han ido cubriendo con mortaja fúnebre, al vincularlo: a la religión (templo de arte), al biopoder (“institución total”, como lo ha llamado Manuel Delgado, alineando al museo con las prisiones, fábricas y hospitales), o bien, a la imagen-marca que arruina la vida de un barrio (Baudrillard comparaba al Centro Pompidou con una central nuclear).
Pero mucho antes de que toda esta crítica institucional tomara cuerpo, a finales del siglo XIX, el filósofo ruso Nikolai Fiodorov vislumbró el reverso del velo mortuorio que las prácticas de conservación y restauración extendían sobre las obras de arte. El fundador del cosmismo ubicó en el museo el cumplimiento de la promesa tecnológica de inmortalidad y resurrección, proponiendo la sustitución de objetos por cuerpos humanos. Sus ideas se ramificarían en las décadas posteriores por los distintos campos del saber, en los ambientes revolucionarios soviéticos.
El museo sería para Fiodorov una especie de ciudad de dios en la tierra, y los “curadores” y “preservadores” serían custodios y garantes de la inmortalidad para toda persona viva (del presente) o revivida (los ancestros). Fiodorov era hondamente religioso, pero su cristianismo era de tipo materialista: atisbaba una inmortalidad corporal, no sólo anímica.
Mientras que para el marxismo sólo las generaciones venideras disfrutarían de un futuro sin clases, Fiodorov creía que la justicia igualitaria debía incluir también a la gente del pasado. Sólo los museos habían entendido la importancia de preservar la memoria de los ancestros. Perfeccionando sus técnicas, las sociedades podrían vencer los límites que el tiempo pone a la igualdad.
Una vez que la sociedad comunista venciera los límites temporales (el tiempo dejaría de pertenecer a los individuos, no sería propiedad privada), también tendrían que derribarse las fronteras espaciales. Los biocosmistas de los años veinte explayan sus sueños por el espacio interespacial, imaginando incluso que otros planetas harían las veces de museo para acoger a generaciones de antepasados.
No es raro que utopía y totalitarimo anden mano con mano, pero en el caso del cosmismo una oscura sombra distópica se ciñe en torno cualquier viso promisorio. La imposibilidad de morir es la condena de los vampiros, observa el filósofo Boris Groys en Cuerpos inmortales (un análisis pionero del aura negra del cosmismo).
Pero si obviamos la parte de culpa que el cosmismo pueda tener en las derivas fascistas del posthumanismo, los filones poéticos que nos lega son inagotables, como supo ver el artista Anton Vidokle. Uno de los vídeos de su trilogía sobre el cosmismo (Inmortalidad y resurrección para todos, 2017) se centra en la función redentora de los museos: “para el museo, la muerte no es el fin sino el principio”, nos dice la voz incorpórea que recorre las salas de museos moscovitas de arte contemporáneo, de zoología e historia: una galería de arte vanguardista ruso (Rodchenko, Malevich…), vitrinas con animales disecados, trajes espaciales, documentos de guerra…
La voz en off recita fragmentos del escrito icónico de Fiodorov sobre los museos, transmitiéndonos la riqueza de un pensamiento poliédrico en el que la mística cristiana, el optimismo tecnológico y la egiptología quedan adheridos como hojaldre multicapa. Vidokle aliña con visajes irónicos ese acervo de excentricidades, pero prevalece en sus trabajos videográficos la admiración y el respeto por la lucidez imaginativa de aquel ancestro decimonónico. Un cuerpo revivido tras desprenderse de sus vendas de momia y un podenco faraónico pegando brincos entre las aves disecadas son guiños a la fascinación de Fiodorov por la egiptología.
Así como el movimiento del sistema solar es un evento continuo en el que las estrellas danzan y cambian de lugar, discurría Fiodorov, el museo debería ser escenario de danzas solares y concebirse como un observatorio astronómico, donde no existe el pasado sino sólo cuerpos cambiando su posición.
La muestra comisariada por Caterina Almirall en La Capella (Devenir inmortal y después morir, Bcn Producció, oct 20-enero 2021) recogía la estela del cosmismo para cartografiar la multiplicidad de espectros temporales que confluyen en un espacio de exposición. Una antigua iglesia reconvertida en centro cultural era el lugar idóneo para resignificar las polaridades entre la vida y la muerte, lo sagrado y lo profano, la memoria y la especulación.
Las obras reunidas en La Capella plantean ricas paradojas y colisiones temporales: una maraña de papel representando a la diosa azteca de la luna alude al sacrificio u olvido del tiempo cíclico o ciclos lunares en las cosmovisiones modernas (obra de Mariana Castillo Deball); una furgoneta abandonada tras el fallecimiento de su propietario es reparada y devuelta a la vida sólo para recorrer su último trayecto, camino al vertedero (vídeo de Jorge Satorre); una bióloga estudia la proliferación de líquenes en las lápidas de un cementerio como formas de vida de tienden a la inmortalidad (Carlos Fernández Pello); las mascotas virtuales reivindican su derecho al duelo y a la muerte (muro-memorial de Daniel Moreno Roldán); guantes de látex y mascarillas quirúrgicas son usados en performances que tratan de reescribir las sensaciones corporales en tiempos pandémicos (Theoria).
Larga vida al museo, siempre que sepa morir, morir otra vez y morir mejor.