La vida de Henry Darger transcurrió entre las páginas de un libro que él mismo fue escribiendo e ilustrando a lo largo de los años. Los llamó reinos de lo irreal y fueron su única realidad, donde encontró el sentido de su existencia en su papel redentor o guardián de las huestes de niñas que día tras día luchaban contra fuerzas del mal. Cuando Darger murió y sus caseros descubrieron esas epopeyas íntimas una de las preguntas que incitaban sus pinturas era porqué las niñas tenían penes. Las respuestas de los vecinos son de lo más simplón: “probablemente el pobre desconocía la anatomía femenina”.
Si tenemos en cuenta la significación metafísica que el andrógino ha tenido desde el inicio de los tiempos, tal como se recoge en la historia de las religiones, como representación de la unidad primordial, los principios femenino y masculino fusionados en un único ser espiritual (cosmogonías brahmánicas, cristianismo gnóstico…), intuimos que para Darger el hermafroditismo debía simbolizar algún tipo de perfección seráfica. Infantes hermafroditas, a menudo provistas de alas de mariposa, habitantes de jardines edénicos que los adultos profanan una y otra vez con orgías sangrientas.
Mircea Eliade hablaba de coincidencia de opuestos para definir la concepción universal de los dioses primigenios como confluencia entre bondad y perversidad, sol y luna, tierra y cielo. Esa totalidad ambivalente se fragmenta dando lugar a la humanidad. La escisión en géneros llega con la caída: Adán y Eva, pero también la separación en dos mitades de los seres esféricos que según Aristófanes (vía Platón) poblaban la tierra y que provocaron la ira de los dioses.
La androginia divina es frecuente en el hinduismo, en la Grecia prehelénica (Afrodito de Chipre, Dionisos…), en la cosmogonía azteca (Ometéolt)… , basada en la idea de flujos de energía masculina y femenina que la alquimia concretizará en el símbolo de rebis, el andrógino, la dualidad suprema.
Se ha querido ver esta dualidad, la unión de azufre y mercurio, en las parejas retozando dentro de óvalos transparentes en el panel central del Jardín de las delicias. El Bosco representaba así el matrimonio alquímico de las fuerzas masculina y femenina, fusión perfecta previa al pecado original.
Frente a la personificación del andrógino como ideal, se erige otro vocablo que aunque sinónimo adopta acepciones casi opuestas: el hermafrodita, desde que Ovidio acuñara el término para narrar la metamorfosis de aquel joven perseguido por una fogosa ninfa, se connota de hipersexualidad. Frente al andrógino asexual, entidad celestial, pureza espiritual, el hermafrodita sugiere proliferación de órganos, prometiendo nuevas posibilidades eróticas que la literatura decadente de finales del XIX explorará: en la acróbata musculosa Miss Urania de A rebours, o en el travestismo que deriva en magnética bisexualidad, en Mademoiselle de Maupin.
En esta novela, Gautier se adentra en la psicología de aquella señorita que empieza usando el disfraz como un juego pero que acaba perdiendo la noción del límite entre los géneros, sintiendo cómo su naturaleza muta hacia un “tercer sexo”. A todos y todas enamora pero su androginia le impide sentir la satisfacción completa con uno u otro sexo.
Gracias a las copias romanas en mármol conocemos el lugar que el hermafrodita ocupó en el imaginario artístico de la Antigua Grecia: hermafroditas perseguidos por faunos, recostados en mullidos lechos, lánguidos en sus formas mórbidas que dejan entrever la armónica convivencia de atributos masculinos y femeninos, en los que se suma la gracilidad de las ninfas y el cabello ensortijado de un lampiño Antinoo.
Balzac parece estar contemplando esta estatuaria cuando describe a Serafita, ese ser cuya fiera mirada y altiva frente parecían las de un muchacho de diecisiete años; una luz interior coloreaba a Serafitus como se iluminan interiormente los objetos de alabastro. […] Su cuerpo, delgado, frágil como el de una mujer, aparentaba ser una de esas naturalezas débiles pero que en realidad tienen una fuerza semejante a la de sus deseos […] Sus cabellos, rizados por la mano de una hada, que flotaban animados por el aire, completaban la visión de su aérea actitud […] La tez de Serafitus tenía una blancura deslumbradora […] con esa majestuosa y natural gravedad que solemos admirar en los seres superiores […] Todo, en aquella marmórea figura, respiraba la fuerza y el descanso.
Eliade considera a Serafita último exponente de la concepción sagrada del andrógino como perfección seudo-humana. El personaje de Balzac se autodefine como proscrito, alejado del cielo y de la tierra, pero en su persona cristaliza un nuevo estado de conciencia que supera la simplicidad binaria.
Para los demás Serafita asume una cualidad angélica que nos recuerda al protagonista de Teorema, el misterioso invitado del que se sirve Pasolini para hacer trastabillar los parapetos morales de una familia burguesa. Cada uno de sus miembros queda subyugado por la belleza física y espiritual de aquel joven que destapará una caja de Pandora de deseos ocultos, sentimientos de culpa, insatisfacción, insania e hipocresía.
La dualidad de la androginia es una constante en el imaginario universal. La santidad y la lascivia conviven en él, como en las diosas perversas que protagonizan las pinturas de Gustave Moreau, inspiradas en personajes bíblicos. En el universo de Moreau los hombres se feminizan y las mujeres se imbuyen de un embrujo sobrenatural que anticipa la figura de la femme fatale. En el cuadro Sansón y Dalila los roles parecen intercambiarse, el cuerpo masculino tendido cual odalisca queda supeditado a la figura femenina, cuyo rostro de efebo transmite una melancolía helénica.
La seducción que ejerce el andrógino a menudo está encaminada a desvelar a los otros su propia verdad, pero no todos están preparados para escucharla. El arquetipo del andrógino como instrumento de autoconocimiento se mantiene en el tiempo, a pesar de que según teoriza Eliade el símbolo se degrada después de Balzac, perdiendo el componente mágico-ritual.
Anna Adell
Accede al segundo capítulo del monográfico: Revolución pansexual