Grafos y eros, las dos grandes pasiones de Pierre Louÿs, hicieron de él unos de los autores más prolíficos de su tiempo. Probablemente muchos de sus manuscritos nunca pasarán por imprenta, ni debió ser su intención darlos a conocer. Después de haber cosechado cierto reconocimiento con obras más o menos acordes al gusto fin-de-siglo, se desmarcó completamente de las filas de literatos simbolistas y decadentistas para deleitarse en descripciones libertinas sin cortapisas.
Su erudición sazonada de sentido del humor le había permitido flirtear con la poesía parnasiana (Los cantos de Bilitis), con el refinamiento clasicista (Afrodita) e incluso con la novela costumbrista (La mujer y el pelele), pero transgrediendo esas búsquedas formales para desplazar el foco de atención hacia la propia dinámica del deseo. Si bien es cierto que estas obras aún pecan de servidumbre del cliché que estigmatiza a la mujer como causa de infelicidad del hombre, su franca disección de los desórdenes inherentes a la sexualidad no tiene precedentes.
El prefacio de Afrodita es casi un manifiesto a favor de la libertad sexual, y supura inconformismo en cada línea: se burla de aquellos que dicen plasmar la voluptuosidad con el fin de exaltar la virtud, se ensaña contra la censura puritana que ha impedido la traducción de grandes poetas griegos o ha expurgado sus textos, optando en cambio por ensalzar a filósofos moralistas que en realidad fueron la excepción, no la norma, en la Antigüedad. Despotrica también contra el artificio rebuscado de sus coetáneos: los escritores actuales no parecen entender el placer si no es rodeado de ritos indignos, o perturbado por un estúpido satanismo (dardo directo al decadentismo francés).
Louÿs dejará constancia de toda una vida dedicada a combatir esa invasión de fealdad por la que el mundo moderno sucumbe. Recreó la sensualidad de los pueblos mediterráneos en oscuros objetos de deseo (una cortesana alejandrina, una bailaora de flamenco…) para frenar el avance de las brumas nórdicas (Las civilizaciones se remontan hacia el norte, entran en la bruma, el frío, el barro.. un pueblo de luto).
Pero era al abandonar esos marcos exóticos cuando su literatura resultaba un auténtico revulsivo: al parodiar los tratados decimonónicos de buenas costumbres (Manual de urbanidad para jovencitas), en compilaciones de confidencias eróticas entre mujeres (Diálogo de cortesanas), cuando narra en primera persona visitas furtivas de unas vecinas de escalera que hacen de su profesión todo un arte (Las tres hijas de su madre).
Explora la sexualidad femenina por terrenos que pocos habían osado frecuentar sobre el papel, con una naturalidad tal que delata la ridiculez de todo tabú.
En una de sus últimas novelas situó su paraíso del sexo en una isla remota donde los colonos franceses recuperan en contacto con los nativos la naturaleza brutal e ingenua de la sexualidad infantil. Su Isla de las damas deviene parque temático de la lubricidad, pues el erotismo no sólo impregna las relaciones sociales sino que invade el mobiliario urbano, la indumentaria y las especialidades culinarias. El potlatch carnal satisface todos los gustos: zoofilia, sodomía, lesbianismo, incesto… Aunque no deja de ser puro imperialismo (siendo el rey recién llegado el que instaura la ley de libre fornicación y ordena el exterminio de los sifilíticos), en la isla acaba primando el hedonismo en lugar de la esclavitud sexual. Una especie de sincretismo erótico entre la sofisticación francesa y el espíritu naïff local parece complacer a unos y a otros por igual.
El alejamiento de las costumbres europeas propicia la suspensión de los prejuicios a favor de un mundo hecho a medida de los sueños. Allí debió exiliarse en espíritu Pierre Louys para olvidar 18 siglos bárbaros y gozar de una belleza eterna.
Anna Adell