El sobrenombre con el que la imaginación popular de finales del XIX bautizó a Edison, El Mago de Menlo Park, da cuenta del grado de fascinación que generó la batería de inventos atribuidos al ingeniero.
El hombre que ha hecho cautivo el eco; en estos términos introduce Villiers de L’Isle Adam al inventor del fonógrafo, haciéndolo protagonista de una de las tramas más misóginas de la historia de la literatura fantástica: como artífice de su Eva futura movida por la electricidad, una mujer perfecta confeccionada como pieza de orfebrería con fragmentos de gemas preciosas, marfil, plata y oro. Bajo ese revestimiento preciosista esconde una alma alumbrada por el magnetismo, un ángel: solo fuego y luz, exclama su creador, Thomas Alva Edison.
Una Eva tecnológica desprovista del temperamento curioso y tentador de la Eva bíblica, que ahorrará al hombre del futuro los peligros de la depravación, al tiempo que está dotada de una sensibilidad que viene a sustituir la idiotez de su modelo, la novia mediocre del amigo de Edison a quien éste obsequia con esta muñeca eléctrica.
Pero esta androide erotizada engendraría una hija de metal que se revelaría contra la sumisión de su madre, encarnando de nuevo la seducción pérfida del género femenino: el robot sexualizado de Metrópolis construido para sembrar la discordia entre los obreros. Von Harbou escribió el guión del film de Fritz Lang inspirándose en la Hadaly de Villiers, pero el director supo trasvasar a un lenguaje visual vanguardista la escritura decimonónica: la dama de vidrio exhalando fragancias de jardín entre sus pies de plata se transforma en efigie de diseño futurista. Presenciamos su nacimiento como diosa magnética, hierática con su túnica de cables flanqueando el trono de hierro, y aureolada por anillos de electricidad.
Imagen que nos traslada a otro trono galvánico, aquella máquina-para-inspirar-amor con que Alfred Jarry unió en abrazo letal con su Supermacho. En esta novela, Jarry ironiza sobre el optimismo puesto en los avances científicos de la época y despliega competiciones inverosímiles entre el potencial humano (sexual, sobre todo) y las máquinas. Tras la enclenque apariencia de André Marcuil se esconde un macho capaz de superar las proezas eróticas atribuidas a cierto indio citado por Teofrasto (a su vez, reseñado por Rabelais). El indio reencarnado alcanza un nuevo record con la hija de un médico y éste, con la ayuda de un ingeniero construyen dicho aparato magneto-eléctrico para propiciar el desposorio con la desvirgada. Pero la energía del hombre es tal que vence a la máquina y es ésta la que se enamora de él, condenándolo a una fusión post-mortem.
El aura misteriosa que envolvía todo lo asociado con el electromagnetismo, junto con la necesidad del hombre de sexualizar la tecnología para exorcizar el miedo a verse traicionado por sus máquinas, nos ha legado figuras míticas para todos los credos, ídolos que habrían de salvar a la humanidad o condenarla al fuego eterno. Por suerte, entre ambos extremos el espíritu sardónico de Jarry y sus parientes dadaístas nos dieron un respiro con la belleza absurda de sus aparatos lúdicos e imposibles.
Anna Adell