En tiempos paganos abundaron mitos y leyendas, cuentos y narraciones orales, en los que el coito entre especies, lejos de ser estigmatizado, exaltaba la comunión animista con la naturaleza, la virilidad de dioses y héroes, el poder transformador de la imaginación erótica…
Con el cristianismo, los espíritus priápicos de la naturaleza mutan en seres malignos, la imagen bucólica del sátiro persiguiendo a ninfas es sustituida en la imaginación popular por la del macho cabrío copulando con brujas. Las sociedades laicas etiquetarán la zoofilia entre las desviaciones sexuales, para después explotarla como parafilia en el mercado pornográfico más bizarro..
El tabú del bestialismo ha sido un recurso argumental utilizado por cineastas y escritores para desbaratar los valores burgueses de distinto tiempo y lugar, mostrando el acto transgresor como desafío frente una sociedad represora e hipócrita. Ha sido esgrimida por artistas e intelectuales como arma emancipadora, como un modo de matar al padre (la moral), en términos freudianos.
Ello se hace literal en Porcile, película de Pasolini en el que las últimas (y únicas) palabras del inculpado son: He matado a mi padre, comido carne humana y tiemblo de alegría. El caníbal y el zoófilo hijo de un magnate comparten una misma actitud subversiva contra la autoridad (la figura del padre, rico industrial sin escrúpulos; el capitalismo y sus esbirros), manteniéndose puros a pesar de revolcarse entre cerdos y vísceras, fieles a su pasión, ajenos al sectarismo parasitario.
El canibalismo y la zoofilia también iban de la mano en Caniche, aquel film con el que Bigas Luna caricaturizó el rancio abolengo en la España franquista, concretizado en dos hermanos formando un trío enfermizo con un perro salchicha, que dócilmente practica el cunnilinguis a su ama.
La cosa se complica cuando en el animal se canalizan no sólo los instintos reprimidos sino también la imagen desviada de la divinidad, como un renacer adulterado de la mística animista. El adolescente que en Equus (Peter Shaffer) cabalga desnudo en la negra noche hasta alcanzar el orgasmo, disfraza de religiosidad el erotismo que proyecta en sus caballos. Pero acabará profanando esos ídolos, descargando en ellos su sentido de culpabilidad.
En cambio, desde las facciones más utópicas del arte, la intimidad entre especies despunta como alternativa a la ausencia de entendimiento entre humanos. El performer Oleg Kulik, en el periodo de transición p
ostsoviético, asumió la personalidad de un perro para denunciar la imposibilidad de comunicación a través del lenguaje articulado. En la instalación Family of the future apostaba por la convivencia conyugal entre un hombre y un perro: el mobiliario tenía las proporciones adecuadas para el desplazamiento a gatas y las paredes estaban empapeladas con ilustraciones de un Kama-sutra zoofílico. Las fotos mostraban a Kulik y a su mastín retozando en el campo, leyendo juntos una edición del Homo Ludens, haciendo el amor, etc.
Pero si hay una historia que se desmarca de todas las demás por su franqueza, que destierra de su análisis todo ápice de ironía, de crítica social, de morbo gratuito… es Oso, novela de Marian Engel. A una bibliotecaria atrincherada entre libros y polvo le cambia la vida cuando la destinan a hacer inventario en una casa situada en una isla remota. Como única compañía un oso. Desengañada de los hombres, encontrará en él el modo de saciar su apetito sexual y emocional sin esperar nada a cambio. Nos hace sentir la lengua rasposa del animal lamiéndole cada rincón, excitación potenciada por la sensación de peligro. Porque el oso nunca deja de serlo, no es idealizado ni humanizado, no hay bellas ni bestias, sino un animal imprevisible y una mujer que llega al fondo de sí misma gracias a lo genuino de esa entrega, consciente de que pertenecen a dos reinos distintos, y es precisamente el enigma del otro lo que le permite indagar en su propia opacidad.
Anna Adell