En una entrevista, el artista Makoto Aida justifica la obsesión japonesa con las adolescentes con lo que él llama feminización del país, que quedó huérfano de padre tras abolirse el ejército al término de la Segunda Guerra Mundial. Aida, en su obra, parodia las filias sexuales de sus coterráneos a la par que arremete contra el masoquismo vernáculo arraigado en antiguos códigos de honor, la fiebre empresarial y las fantasmales vías de evasión.
Desde los tiempos flotantes del ukiyo-e hasta las ingrávidas chicas manga revistiendo los rascacielos del Tokio actual, desde las cortesanas de finos rasgos que Kitagawa Utamaro pintaba en los barrios del placer de Edo hasta las colegialas con coletas que nos invitan a entrar en los love hotels de la capital, se abre un abismo. Pero prosigue la melancólica aceptación de la felicidad efímera, de la vida como sueño, del pensamiento budista sobre lo ilusorio de todas las cosas, aunque subvertido por la celebración de esa ilusión, de esa inmediatez que se escurre como un sorbo de te.
Tradición y subversión siempre han ido de la mano en Japón. Los pintores más respetados del periodo Edo eran también fantasiosos pornógrafos. Así como Hokusai y otros maestros shunga basaban sus dibujos eróticos en la reinterpretación de antiguas leyendas, el arraigo a la espiritualidad y la creencia en fuerzas no visibles sigue vigente incluso en los sex shops: preservativos con forma de cabeza de Buda, vibradores inspirados en deidades hermafroditas… Hay una anima depositada en cada objeto, de acuerdo con el pensamiento sintoísta.
Este animismo que impregna la vida cotidiana explica en parte la importancia que las muñecas adquieren en la cultura japonesa. De nuevo, se entrelaza lo sacro y lo profano, el simbolismo milenario otorgado a las ningyo (que persiste en el Festival de las Niñas o Hina Matsuri) y la actual plaga de dollfies cusmotizables, junto a las heroínas anime encarnadas en esbelteces de plástico.
El límite entre el juguete infantil y el sex toy parece haberse esfumado en el caso de estas últimas, cuyos grandes pechos y flexibles muslos inundan los escaparates de las tiendas manga, atrapando los ojos miopes de chicos otaku. Sobre ello ironiza el artista Takashi Murakami con sus bishoujo generosamente dotadas.
Pero son sobre todo las citadas muñecas personalizables tipo Ball Jointed Doll las que condensan varios aspectos radicados en el imaginario nipón: desde los rostros impenetrables de las geishas retratadas por los grabadores Edo hasta la expresión exacerbada del teatro Kabuki las emociones siempre se han escondido tras máscaras y maquillajes. Las BJD siguen atesorando la preciada impenetrabilidad facial.
Ryo Yoshida, fabricante de muñecas articuladas de inquietante realismo, dice buscar la transparencia en los semblantes a fin de que reflejen, absorban, sus propias emociones. Cuerpos de arcilla, fibra muscular de caucho, tez en concha molida, ojos de vidrio, dientes de cerámica… Yoshida no solo las crea, también fabrica sus vidas. Las fotografías escenificadas intensifican la confusión inquietante entre lo animado y lo inanimado.
Como Bee Kanno, que también fotografía sus muñecas para reencontrarse en ellas, se reconocen deudores de Hans Bellmer y su anatomía del deseo inconsciente. Pero en los japoneses se suma la concepción sintoísta del muñeco como hechizo o talismán.
Los artesanos mueren poco a poco al dar vida a los ídolos de madera, con cada incisión del cincel salta una astilla de carne propia. Así se nos muestra en un bello film de Akio Jissoji, Mujo. La película plantea la lucha interna de un joven por casar transitoriedad y trascendencia, su sed espiritual y su ansia de vivir. Abnegado tallador de estatuas de Buda y amante lujurioso, la sociedad no permitirá que ambas aspiraciones convivan en él. Ídolos, máscaras, incesto, pureza profanada… placer fugaz y muerte eterna.
Las adolescentes que retrata el fotógrafo Ken Ichi Murata son de carne y hueso pero simulan porcelana, calzan zapatos de charol y visten blusas de terciopelo; yacen en lechos de flores o en ataúdes, sus piernas son alzadas con cuerdas de hiedra o tubos médicos. Bondage necrófilo, sus rostros no expresan placer ni dolor, habitan otra dimensión.
Las imágenes decadentes de Murata parecen haikus visuales del fracaso del encuentro erótico y del intento fallido de atrapar la pureza. Es ese ideal de pureza prepúber el que subyace en las filias y fobias del imaginario sexual nipón, un ideal que podemos relacionar con las miko de los templos shinto, doncellas sagradas y protectoras que los jóvenes encuentran hoy reencarnadas en ídolos pop, llamadas popularmente aidoru (muñecas del amor).
Yasuji Watanabe también viste a sus modelos de muñeca antigua o de Alicias con su delantal blanco, indumentaria que contrasta con sus fantasías eróticas, sus ansias de ser atadas y amordazadas, sus caóticas vidas…, tal como son escenificadas en fotografías que sintetizan sentimientos encontrados de las jóvenes japoneses: la ambivalencia entre rebeldía y sumisión, entre el negarse a crecer para escapar a las normas sociales y el paradójico refuerzo de los patrones patriarcales al asumir el papel de niñas desamparadas.
Anna Adell
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