Tras haber sido descartada y despanzurrada, reparada y readoptada, hasta la muñeca más principesca se convierte en una camarada proletaria muy estimada en la comuna lúdica infantil (Walter Benjamin, “Juguetes antiguos” 1928)
Quién no habrá eviscerado algún peluche, destripado algún juguete durante su niñez. Baudelaire interpretó este impulso como una “primera tendencia metafísica”: el niño busca el alma de su muñeco, pero al no encontrarla entra en estupor o sobreviene la tristeza.
Lo que ocurre es que el alma no está en el objeto sino que emerge de la “capacidad de mirar”, le replicaría Walter Benjamin al poeta francés. “El mundo de las cosas muestra a los niños un rostro que sólo ellos ven”, invitándoles a crear “nuevas y caprichosas relaciones”. En ello el infante se asemeja a la figura del coleccionista, espigadores ambos de desechos u objetos olvidados a los que dotan de una segunda vida, liberándolos de la rueda mercantilista y utilitaria.
En las figuras del flâneur, el rastreador urbano, el coleccionista y el niño, Benjamin vislumbraba el potencial para traducir la existencia en experiencia, para hacer de la sensación rememorada y el encuentro fortuito una auténtica vivencia. En el modo de trabajar de Ana Barriga coinciden todas estas figuras. La artista recupera estatuillas y juguetes de los rastros (angelitos y vírgenes de porcelana, joyeros, clicks de playmobil…), a los que someterá a un proceso de profanación: amputación, garabatos, ensamblaje de piezas disímiles y puesta en escena de narrativas imprevisibles, donde las relaciones mundanas adquieren un cariz entre mágico y cómico.
A menudo, Ana traslada sus “tableaux vivants” al formato pictórico, a modo de bodegones donde curiosamente mantienen su apariencia tridimensional y su brillante pátina esmaltada. El engaño visual, junto a la afluencia de máscaras y cofres, nos invitan a una lectura por capas que hay que ir decapando. Entiende el juego a modo de muñecas rusas “puestas en abismo”, un viaje sin destino por el tiempo circular de la imaginación. Siempre encontraremos una capa debajo de otra: el camuflaje le permite engarzar una búsqueda con otra, por ejemplo en las piezas de tangram forradas con envoltorios de otros juguetes, o en sus recientes relicarios pop (Hombrecillo orinando sobre paloma a Marilyn Monroe 2019). Aunque a veces sí se adivina un final de juego, una última muñeca de matrioshka en forma de calavera, como en su intervención mural en el CAAC, pues en esta ocasión alude a juegos de mayores, a cuando el impulso destructivo no se ve compensado por el instinto constructivo de la infancia (De animales a dioses 2019).
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Hoy en día, sociólogos y pedagogos parecen haber superado la idea de que el niño es un adulto en miniatura, pero el mercado sigue surtiéndose de “juguetes de imitación” o “cabezas de jíbaro”, como llamaba Roland Barthes en los años 80 a las réplicas liliputienses de los oficios y menesteres de papás y mamás: maletas de médico, bebés que lloran y mean…, en fin, utensilios para aspirantes a “ser algo”, juguetes destinados al adiestramiento, no a la educación, que hacen de ellos pequeños usuarios, nunca creadores.
Junto a la amenaza de esta repetición de modelos en forma de inocente de juego infantil, la imaginación actualmente también tiende a ser ocluida por otros motivos, como el desplazamiento del niño-faber (el bricoleur, el que monta y desmonta) por el niño-videns, que aún antes de leer ni escribir ya es adepto a la pasividad del tele-ver (Giovanni Sartori).
Los muñecos tapizados de Roberto López Martín, tan poco lúdicos como un sofá o cualquier otra pieza de mobiliario, nos remiten a una niñez que ha sido escindida de su esencia exploradora. Forrados de pies a cabeza con telas estampadas que ocultan sus rasgos y los reducen a siluetas, a iconos de Disney o estereotipos heroicos como el soldado o el vaquero, son juguetes que no pueden ser jugados porque sufren tal exceso de iconicidad que de ellos sólo queda su fantasma. Carecen de la posibilidad de ser otras cosa, quieren ser “avatares”, pero tan descarnados que ya nada encarnan. Su tiempo ya pasó. Como maniquíes de escaparates abandonados, están condenados a esperar eternamente a ser vestidos de nuevo.
El mimetismo, la ilusión de ser otro, es una parte esencial del juego. Roger Caillois le concedía un lugar destacado, señalando su origen chamánico y curativo. Pero el sociólogo francés, y también Benjamin, entendían ese jugar a ser otro como una recreación y transfiguración emancipadora, nunca una burda imitación de estereotipos.
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Otro concepto que manejaba Caillois en su estudio antropológico de los juegos era el de “paidia”, definiéndolo por oposición al de “ludus”: el primero es fantasía, caos, improvisación; el segundo es regulación social de esa imaginación desbordada.
Cuando Nathalie Rey rescata peluches abandonados para hacerlos revivir como monstruos radioactivos o meteoritos, nos devuelve de algún modo a esa primera fase anárquica de la creación, la “paidia”. El elemento involuntario que interviene en la elección de un objeto, que puede atraer por el olor, el tacto, el color…, por su vínculo inconsciente con la memoria íntima, pasará después a la segunda fase, la lúdica o “ludus”, pero no para someterse a unas reglas externas, consensuadas, sino a un mandato interno, a una exigencia de la artista para con ella misma y con el mundo que le rodea. Compondrá así, a modo de fábulas visuales, historias crueles con las que redimirá la memoria y los cuerpos que esos monstruos afelpados, vagabundos y supervivientes encarnan.
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El juego deriva de lo sagrado, esto es, de antiguos rituales y prácticas adivinatorias. Aunque también podríamos decir que lo sagrado deriva del juego, si atendemos a las reflexiones de Huizinga, para quien el homo fue antes ludens que sapiens. En todo caso, y dado que el dogma religioso ha cedido su lugar al culto capitalista, el juego (y el arte hecho juego) posee el potencial de profanar la liturgia mercantilista, liberando a los objetos de la esfera del consumo como antaño los liberara de la esfera de lo sagrado.
Anna Adell
Ana Barriga, De animales a dioses
en Centro Andaluz de Arte Contemporáneo de Sevilla, CAAC
hasta el 25 de agosto 2019
El taller de las moscas. en La Casa Encendida, Madrid
hasta el 28 de abril 2019