Derek Jarman se despidió del cine y de la vida proyectando sus pensamientos sobre un fotograma azul. Edvard Munch descubrió, leyendo a Homero, que en las culturas mediterráneas la muerte es azul. El recuerdo del Holocausto nazi se empaña de azul de Prusia en las indagaciones plásticas de Yishai Jusidman.
Es común asociar el azul con la tristeza. En inglés, la palabra traduce literalmente el estado de ánimo melancólico. Al negro, en cambio, le solemos atribuir el color de la muerte. Pero en la Ilíada leemos: “la muerte azul le cierra los ojos”, pues “en la soleada Hélade percibían el deceso como neblina azul”. Peter Watkins pone a discurrir sobre estos temas a Munch en su película de 1974, mientras la cámara recorre el lienzo Noche en Saint-Cloud. El pintor noruego trató de alejarse de la muerte negra del norte y matizar su paleta con tonos más cálidos. El azul neblinoso empaña también otras escenas de la película, sobre todo los interiores cargados de pasiones sin diluir, donde Munch, Strindberg y otros tertulianos se encuentran con mujeres a las que temen tanto como desean. También azul era el cuarto en el que la hermana del pintor agonizaba de tuberculosis, o al menos de ese color lo pintaba su memoria, un recuerdo que irrumpía con continuos flashes en su presente.
El cineasta Derek Jarman, poeta de la imagen en movimiento, consagró su último film a la ausencia de imagen y al monocromo estático. Sobre un vacío azul, su voz y la de sus amigos íntimos nos conducen de sala de espera en sala de espera, de recuerdo en recuerdo, alguno vivido y algún otro anhelado.
Autor de homenajes audiovisuales a filósofos, pintores y antiguos reyes homosexuales a través de los que trazó una genealogía transhistórica de la represión y el rechazo a la diferencia, Jarman contrajo el sida en la Inglaterra de Thatcher. La ceguera progresiva que estaba experimentando a causa de la enfermedad le llevó a reflexionar sobre la invisibilidad del virus, del punto ciego que esta “plaga” representaba para la sociedad.
Blue (1993) nos sumerge durante poco más de una hora en un monocromo ultramar inspirado en el pigmento patentado por Yves Klein, aquel que el artista francés aplicara sobre lienzos y objetos para aludir a una dimensión inmaterial, concretizando su idea de vacío zen.
El azul es el “paraíso terrestre”, nos dice la voz incorpórea de Jarman: “el azul trasciende la solemne geografía de los límites humanos”. Después, refiriéndose a sus amigos fallecidos, afectados por el mismo síndrome: “una escarcha azul los atrapó: en el trabajo, en el cine, en playas; de rodillas en la iglesia, corriendo, en silencio o gritando en manifestaciones”. Música industrial y experimental puntea los versos, que vadean la cercanía del final soñando con “puertos de coral” y “sonidos de concha”. El yermo visual, el no-lugar de la imagen, es en cierto modo refugio psíquico para un “astronauta del vacío”. Ahora que ya sólo queda en pie la imagen residual de un mundo desmoronándose, nos sentimos liberados de la obligación de llenar la página en blanco: “la imagen es una prisión del alma, tu herencia, tu educación, tus vicios y aspiraciones, tu mundo psicológico”.
Abducidos por la pantalla azul, nos dejamos llevar por el aroma de bambú de China que el narrador evoca tan pronto como regresa a las sórdidas salas de espera, al olor dulzón de los medicamentos y al gotero a su brazo pegado. El último umbral será un viraje tonal hacia una amplia gama de violetas e índigos: “¿cómo cruzaron mis amigos el río cobalto? ¿con qué pagaron al barquero? Mientras se dirigían a la costa índigo… ¿oyeron el sonido de las trompetas?”
“Nuestro nombre será olvidado a tiempo… Nuestra vida pasará como los rastros de una nube, y se dispersará como niebla perseguida por los rayos de sol”. Ser niebla, pasar sin trauma del ser al no-ser, bañarse en el azul púrpura del delfinio, una flor que aparece de modo intermitente en este poema en prosa y que, al final, una mano invisible deja sobre una tumba.
En algún momento, Jarman se pregunta sobre el suicidio de un amigo suyo: “¿qué importa si tomaba ácido prúsico o se pegó un tiro?” Ello me recuerda la ingesta de píldoras de ácido prúsico de Eva Braun en el bunker nazi, lo que sirve de eslabón para engarzar el tercer fundido en azul, esta vez de Prusia, que propone Yishai Jusidman.
En las paredes de las cámaras de gas, en los campos de concentración nazis, se encontraron residuos de azul de Prusia, dado que el Zyklon B (el pesticida usado para la “fumigación” en masa de judíos) compartía una base química común con el ácido prúsico. Con el tiempo, el gas había reaccionado con los muros haciendo emerger esas manchas delatoras.
Jusidman llevó a cabo una serie pictórica (Azul de Prusia 2012-2015) usando sólo este color, un pigmento químico vinculado a la guerra desde su invención, en el siglo XVIII: como revela su nombre, fue empleado en el tinte de los uniformes prusianos hasta la extinción de un ejército que, a principios del siglo XX, sería asimilado al del Imperio Alemán. Pero, claramente, será el Holocausto el que le dará el tono más macabra, y así el primer pigmento sintético moderno queda vinculado a la primera masacre a escala industrial.
Los monocromos de Jusidman nos recuerdan, con sus azules espectrales, antiguos cianotipos fotográficos. Ello acentúa la sensación de que, en lugar de representar (bosques, cámaras de gas, ruinas, montículos de cenizas…), siguen un proceso de revelado. De hecho, el azul prusiano, trabajado en finísimas capas, creando veladuras, de lo que habla es de lo irrepresentable, del terror que se engendra en la médula de lo humano.
El ácido prúsico otorga una pátina atemporal a estas pinturas, de modo que incluso las más figurativas esquivan el estatus de documento, al ser fragmentarias y veladas. En cuanto a las abstractas, se reducen a expresiones residuales que son trasunto de las manchas en los muros de los campos. En este caso, los soportes no son telas sino trapos en los que el artista seca sus pinceles, de modo que los restos de azul configuran composiciones azarosas.
Cuando Jusidman comparte sus impresiones tras visitar algunos campos de concentración, la explotación museográfica y la obscenidad escenográfica a que es sometido el pasado más nefasto, cuando transmite su opinión acerca de “melodramas pasteurizados” como La lista de Schindler, entendemos que para él la veladura azul es el único modo de recordar sin desvirtuar.
Algo similar ocurre con el azul de Jarman. Como él mismo explicó, quería dejar constancia de ese drama, personal y compartido, sin reducirlo en un autorretrato patético.
Qué distinta es la romántica hora azul de Jan Fabre, para quien este color representa la magia que envuelve esa hora crepuscular en la que, nos dice, los animales nocturnos se han ido a dormir y los diurnos aún no se desperezan. Para rendir homenaje a ese receso crepuscular, el artista belga repintó en bolígrafo azul un viejo ejemplar de “La vie des insectes” (obra del entomólogo Jean-Henri Fabre). Fabre asocia el azul con la metamorfosis, la transmutación, el tránsito entre la conciencia y el sueño como un viaje en eterno retorno. En cambio, para Jarman, encontrándose a las puertas de la nada, “el azul es la oscuridad hecha visible”, una frase que podría hacerse extensible al azul del genocidio nazi visto por Jusidman y al azul sifilítico diluyendo las formas en Munch. En la veladura azul, en la pantalla monocroma, se encuentran la muerte y su imposibilidad, el vacío de la representación.