“Abril es el mes más cruel”, pero sólo para nuestra especie. Los ornitólogos observan que la reducción de la contaminación acústica está afectando al canto de los pájaros y prevén que esta temporada muchas especies van a ver crecer su población.
Los primeros versos del poema de T.S. Eliot invierten la relación habitual de la primavera con la idea de regeneración tras un largo hibernar. Si La tierra baldía arranca en el mes de abril es para incidir en la dificultad de olvidar: “el invierno nos mantuvo calientes, cubriendo la tierra de nieve que olvida”. Pero abril “mezcla memoria y deseo, aviva raíces sombrías con lluvias de primavera”. Ante la vida que brota por doquier, la decadencia de lo humano no se puede ocultar.
La pérdida de olfato como síntoma de covid-19, un virus que causa estragos en primavera, nos evoca aquel otro verso del mismo poema, en el que al narrador le falla el habla y la vista ante la aparición de la “muchacha de los jacintos”, quedando abortada la ofrenda amorosa de esta figura alegórica que encarna la fertilidad.
Los turistas que Eliot pone a pasear por los jardines de Baviera no están más vivos que los oficinistas londinenses “dando vueltas en círculo” por el distrito financiero, “exhalando suspiros breves” como los condenados al primer círculo del infierno de Dante, el limbo. Los moradores del limbo no purgan pecado alguno, su única falta es “no haber vivido”, por lo que tampoco pueden morir del todo (Infierno III). Así son también los personajes de Eliot, espectros dantescos de entreguerras, muertos en vida por trabajos mecanizados y hábitos desalmados.
Eliot plasma el reverso macabra de antiguas costumbres agrarias descritas por James G. Frazer en La rama dorada: la efigie de cereales que se enterraba durante la siembra para nutrir simbólicamente los campos es en La tierra baldía un cadáver plantado en el jardín, a punto de ser malogrado por la escarcha.
La soledad, más punzante cuando se experimenta en compañía, escala todos los estratos sociales, afectando tanto a las bellas aristócratas encerradas en sus alcobas con amantes amnésicos como a mujeres desdentadas de taberna, usadas como consuelo por soldados de permiso.
Un vaho metafísico rocía toda actividad mundana, tratando de liberar las conciencias de su letargo: “jugaremos una partida de ajedrez, apretando los ojos sin párpados, a la espera de un golpe en la puerta”. Sobre el tablero, el eterno juego de fuerzas y estrategias, pasiones burdas que, a la postre, sólo revelan el miedo a la muerte.
Llega el otoño, y sólo la basura que el Támesis arrastra deja testimonio de las noches de verano: botellas vacías, envoltorios de bocadillo, colillas… Las ninfas parten y llegan las ratas de “panza fangosa”. El atisbo de metamorfosis y renovación vinculado al cambio de estación es desvirtuado.
El “mercader de un solo ojo”, figura del tarot, es el arquetipo del comerciante de la “ciudad irreal”: “mal afeitado, con un bolsillo lleno de pasas” (la uva, símbolo de fertilidad), ha quedado tuerto por su fijación en un solo plano de realidad, el material.
Tiresias, el adivino ciego, conoce los secretos del alma femenina y masculina, pues es un ser andrógino, “anciano de arrugadas ubres”. En el poema, su figura es el eslabón entre mito y realidad, entre el pasado y el presente. Su conciencia histórica adelanta lo que vendrá. Tras su aparición, la niebla de Londres parece dispersarse y un “esplendor jónico” alumbra las escenas portuarias, con “pescaderos ganduleando al mediodía”, al “plácido lamento de una mandolina”.
El fuego, símbolo dual como el agua, destruye y purifica. Ambos elementos cumplen la función transformadora que, hasta el momento, había sido desterrada de la tierra baldía. “Muerte por agua” describe un tránsito dulce y sin ruptura entre la vida y la muerte: Flebas se desprende del mundo fenoménico (olvidó el grito de las gaviotas) y de preocupaciones monetarias (olvidó las pérdidas y las ganancias), para después ingresar en un remolino sin tiempo. El cuerpo se disuelve entre referencias al bautismo y a la rueda del samsara guiando su inmersión oceánica.
Ahora que los ritos funerarios han sido prohibidos para prevenir contagios y que muchas personas están muriendo en hospitales abarrotados sin poder despedirse de sus allegados, la aridez espiritual de la tierra baldía se manifiesta con brusquedad. La imagen eliotina del agua sagrada que conduce del ser al no ser o de la existencia a la esencia, dependiendo de la mística de cada cual, queda frustrada. El último rito de paso ha quedado hoy en pausa.
Pero no sólo los ritos han quedado en pausa, y es la puesta en suspenso del movimiento obligatorio la que nos permite rebobinar nuestra vida y la historia social de la que somos parte. Como en La tierra baldía de Eliot, tras tocar fondo solo cabe reflotar, sin olvidar.