Bustos de ébano tallados por una luz fría emergen de un fondo oscuro, como si llegaran de la noche de los tiempos, mientras se escucha la voz en off de Chris Marker: “tienen bocas y no hablan, tienen ojos y no nos ven”, “nos ignoran, son de otro mundo”.
En este ensayo fílmico, que Marker co-dirigió junto a Alain Resnais, Les statues meurent aussi (Las estatuas también mueren, 1954), asistimos, para decirlo con sus palabras, a la “botánica de la muerte” de la cultura africana.
La suma sensibilidad de estos cineastas, conjugando voz e imagen, crítica colonial y poesía audiovisual, parece devolverles por un instante dilatado (lo que dura el conjuro fílmico) el enigma profanado por siglos de conquista. Pero no es más que un espejismo; su historia ya naufragó, su enigma se perdió.
Queremos que todo nos hable. No toleramos que algo se resista a nuestra mirada. Quisimos “preservar el arte africano en el hielo de vitrinas y colecciones”, prosigue la voz, pero las esculturas mueren “cuando la mirada viva que las recorre desaparece” y son arrancadas de su relación primera con el mundo.
La imagen recurrente, explorada por el cine, de objetos de museo cobrando vida cuando nadie los mira debe proceder del sentimiento compartido que nos sobrecoge en aquellos lugares donde nos parece estar viendo la cáscara vacía de algo que ya se fue, lugares donde el hálito vivo del objeto se desvanece, el arte se transforma en souvenir y el objeto de culto en bella forma.
El acto de coleccionar y exhibir conlleva siempre una pérdida. El artista Ali Cherri recorrió con sigilo las salas oscuras de museos parisinos (etnográficos, de arte y de ciencias naturales) en horas intempestivas, a la luz de velas o linternas. Lo vemos transitar entre máscaras africanas, momias y animales disecados; lo vemos dormir entre modelos anatómicos y cabezas frenológicas de cera.
Este trabajo videográfico arranca con una cascada de fotogramas donde, desde el ojo seccionado del cortometraje Un chien andalou (Buñuel, 1929) hasta versiones cinematográficas de Edipo, los ojos son cegados o bien obligados a mirar (incluso, recurriendo al método Ludovico practicado en “La naranja mecánica”). ¿Habrá que violentar primero la visión para poder ver de otro modo?
Tras este violento preámbulo, el ejercicio contemplativo de las piezas de museo transcurre supuestamente en un estado de duermevela (el título Somniculus de la obra de Cherri se traduce por “sueño ligero”). Privados del parpadeo del mundo animado, los ojos de cristal de animales disecados alternan con párpados sellados y pozos negros sin pupila. Algo parece revivir en ellos cuando no alteramos su sueño eterno.
El ojo de la cámara incrementa el potencial taxidérmico de la retina humana. Es comprensible el temor de las cultura ancestrales a ser apresadas en fotografías. Cuando la fotografía documental trata de acercarse a lo que no comprende, como un rito vudú, tiende a convertirlo en algo carnavalesco, cuando no terrorífico, pues nuestro imaginario está plagado de películas de terror inspiradas en rituales vudús caribeños. Por suerte, contamos con excepciones: Cristina García Rodero sabe que ella no pinta nada en el encuentro místico de los haitianos con sus ancestros bajo La Cascada, y como si los espíritus agradecieran esa humildad, no se esconden, no rehuyen su mirada. Al menos es lo que nos sugiere su serie haitiana (2002). Cuando una cámara logra evitar tanto la proximidad intrusiva como la distante cobardía del voyeur, el secreto se deja observar.
En la esfera de la ficción, el caso literal de la cámara mortífera sería el objetivo-aguijón de Peeping Tom (película de Michael Powell) cuando mata y congela el último rictus de sus víctimas. En cuanto al film de Antonioni, Blow up, el fotógrafo que amplía una y otra vez un detalle de la imagen acaba encontrándose con un cadáver. Pero más radical es el planteamiento literario que inspira esta película: en el cuento “Las babas del diablo” de Cortázar, el protagonista amplía una y otra vez la foto hasta el punto de ser engullido por ella y convertirse él mismo en cadáver. Su intromisión excesiva lo mata, cae víctima de su exceso de imaginación, de su obsesión por encontrar siempre una imagen detrás de una imagen.
Joan Fontcuberta, en Blow up, Blow up (2009) exacerba el proceso: al ampliar el fotograma donde el personaje de Antonioni descubre en la fotografía indicios de un cadáver, lo que ahora se revela es el “cadáver de la representación”. La mirada obsesiva se ha dado de bruces con la materialidad del propio soporte fotográfico, sus manchas, granos, rasguños…
La figura del payaso, sea el señor del rostro enharinado en el cuento de Cortázar o los mimos de la última escena de Blow up, actúa como umbral entre ambos mundos, el real y el imaginado, la vida y la muerte. Al obcecarse con detener el tiempo de la mirada, el Thomas de Antonioni acaba desintegrándose; el Roberto de Cortázar se desdobla y se observa a sí mismo desde un más allá metafísico.
Son temas a menudo interconectados, el del doble, la mirada incisiva y la desaparición del yo. El artista Douglas Gordon, quien al darle elasticidad al tiempo fílmico rompió su hechizo (por ejemplo, traicionando los tempos del suspense), a menudo se ha referido a la fuerza corrosiva de la mirada. Corrosión cuyo sentido literal materializa en la serie “blind stars”, donde quema o recorta las órbitas oculares de estrellas de cine de los años cincuenta sustituyendo los ojos por espejos. El espectador se refleja en la imagen idolatrada al tiempo que la destruye. “Primero miras una imagen, después la penetras y alcanzas el otro lado, para terminar saliendo de nuevo a la superficie”, explica el artista, un proceso que él mismo lleva a la práctica cuando invierte narrativas, reencuadra, multiplica pantallas y nos hace atravesarlas.
Gordon se aplica tanto a la biopsia fílmica como a la disección del yo. En “Tattoo (for Reflection)”, la palabra “guilty” tatuada en la espalda sólo puede leerse en el espejo. Sólo en el reflejo se revela el mensaje encriptado, la parte oculta de la personalidad.
Lo opuesto ocurre con Magritte y su “reproducción prohibida”, donde la imagen reflejada da la espalda al que se mira en el espejo. De este modo, el doble parece haber franqueado esa engañosa superficie para acceder al otro lado, a otro mundo con otras leyes. Un ejemplar de una novela de Poe descansa en la repisa del espejo: “Las aventuras de Arthur Gordon Pym” guiarán ese tortuoso viaje cruzando los confines de lo humano, hacia el no-ser.
En ocasiones, el excesivo ensimismamiento ante la vitrina conduce a una absoluta alienación. Si es demasiado insistente, la mirada puede terminar siendo engullida por lo mirado: abducida por los “ojos de oro” de un aixolotl, por ejemplo, como le ocurre a aquel personaje cuya fascinación con estos anfibios aztecas lo lleva, en la fábula de Cortázar (“Aixolotl”) a atravesar el cristal del acuario, mimetizándose con esa vida larvaria, con su “sopor mineral”.
Pero el logro del cuento es mantener la identidad en un vacilante interregno, entre el cautiverio acuático y el intento desesperado del visitante por empatizar, por comprender esa “otra manera de mirar”. Vamos oscilando entre dos pensamientos, uno “fuera” y otro “dentro” del acuario.
La comprensión de lo ocurre en el otro lado (del cristal, del espejo, de la otredad jibarizada) es ilusoria.