Roberta Marrero nació y creció en una isla, Gran Canaria, a su vez inserta dentro de una cultura, la española, que en los albores de los años setenta también era insular, oscurantista y piadosa. Al menos, así la recuerda ella.
Pero la mente de aquella niña derrumbaba todo aquel cercado, y con espíritu genuinamente posmoderno empezó a registrar en su archivo imaginario una peculiar mescolanza iconográfica entre estigmas e ídolos pop, entre estampas kitsch de sagrados corazones y superheroínas de cómics, o entre santos “de su devoción” y los personajes más freaks de las series televisivas.
Descifraba lo maravilloso atrapado por igual en láminas devocionales o en los mundos de Disney, a los que apenas tenía acceso dentro del ambiente espartano que le tocó vivir. De todos modos, no sentía gran empatía por las desaboridas cenicientas y blancanieves, sino más bien por las brujas, cruellas y demás villanos de estos cuentos.
Supo sacar el mejor partido del folclore que embebía su infancia, y el trasfondo pagano que intuitivamente descubría en los ritos católicos trazaría una linea continua hasta su fascinación por la alquimia, los motivos masónicos, el oscurantismo, Aleister Crowley y el punk.
Igual mella hicieron en ella las pelis de serie B que veía en el cine del barrio, cuyos monstruos vinieron a engrosar un surtido de imágenes que ya nunca la abandonarían, de los que se serviría en sus novelas gráficas, pastiches sígnicos, collages o fotomontajes, que muestran tanto como ocultan de su propia vida.
Porque usar máscaras y alter egos ha venido siendo su modo de hablar de sí misma. Andy Warhol en su vena más siniestra, el no-lugar en el mundo de la glamourosa transgénero Candy Darling, creadores bizarros como Ed Wood o mártires pop como Amy Winehouse…, ofrecen diferentes facetas de personalidades complejas con las que Roberta ha ido componiendo su propia imagen.
Una imagen cambiante pero siempre basada en la mismidad, en ser uno mismo. Y sabiendo desde pequeña (como niña transexual) que la única máscara realmente engañosa y perniciosa es la de la “normalidad”, le han atraído toda la vida los caracteres ambiguos, mutantes, inclasificables, soberanos del transformismo, en cuya compañía se ha sentido arropada, desde el barón Ashler, el hermafrodita de Mazinger Z, hasta la extravagante Divine.
Ha creído en amores improbables entre el caníbal y la vegetariana o el marciano y la humana, se ha identificado con las dudas ontológicas de los robots con corazón palpitante, con todos aquellos que no se sienten como los demás los ven.
Ha renacido como bebé verde, reescribiendo su historia a modo de diario gráfico. Ha dado la vuelta al guante de su propia identidad, propinando también un revés a la heteronormatividad inscrita en la historia del arte, en la publicidad, en la vida diaria.
Y en ese juego de espejos ha opuesto el hombre letal a la femme fatale, ha confrontado Charles Manson con Hello Kitty, ha hecho de las animas del purgatorio alegorías de la mujer masoquista, ha fundido el torso de Warhol fotografiado por Richard Avedon con un asaetado San Sebastián.
De espíritu vandálico, ha contrastado las retóricas del poder camufladas tanto en el arte como en la gramática propagandística que alimenta idolatrías, sean pop, religiosas o políticas.
Defiende que el fracaso es sustancial al arte (be an artist, be a loser). Ser artista es sentirse perdedor porque la creación nace de una necesidad, de la obsesión que se revela como epifanía en cada búsqueda, es exorcismo a perpetuidad, es tratar de encontrar un lugar aún sabiéndose errante.
Anna Adell
Roberta Marrero: dibujos y collages
en galería Cromo de Barcelona
hasta el 9 de Junio 2017
donde también ha presentado su libro “El bebé verde” (Lunwerg, 2016)
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Este collage de la serie “We can be heroes” ha sido incluida en la exposición
David Bowie is (producida por Victoria and Albert Museum de Londres),
ahora en el Museu de Disseny de Barcelona,
desde el 25 de mayo 2017
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