El ser humano ha buscado sin cesar en otros reinos, el animal y el vegetal, ideales que en el suyo no son fáciles encontrar en estado puro: la nobleza del perro, la belleza y lozanía de las flores como símbolos del amor… Pero si nos detenemos en estas últimas y las deshojamos sin compasión pronto se revela lo ilusorio de esas imágenes utópicas.
A diferencia de las hojas, que envejecen dignamente, las flores, a decir de Bataille, se marchitan como viejas remilgadas y demasiado maquilladas, revientan ridículamente sobre los tallos que parecían llevarlas a las nubes (El lenguaje de las flores). El periodo de esplendor floral es tan breve que los poetas eternizan ese instante, antes de que la maravillosa corola se pudra impúdicamente al sol.
Lo interesante es quizás centrarse en esa fragilidad, en la flor como metáfora del fracaso, en su rápido retorno al barro tras haber aspirado a la lírica del impuso ascendente.
Marc Quinn, para su jardín ideal (Garden, 2000) reunió flores de las más variadas especies, congelándolas con silicona líquida en su momento de más álgida madurez, disponiéndolas en un tanque de cristal destinado a preservar para siempre su fulgor.
Confluyen en esta imagen el edén místico de todas las religiones (el Yanna, el Paraíso del Génesis…), al tiempo que nos recuerda los frescos romanos de la Villa de Livia (jardín imperecedero, en el que cada flor simbolizaba un dios).
Antaño era potestad divina construir paraísos artificiales, reunir en ellos todas las especies del orbe, conservarlas exuberantes y llevar a sus elegidos a esa tierra prometida. Hoy el paraíso y la vida eterna sigue siendo una recompensa post mortem: las flores deben morir congeladas para vivir eternamente, claro trasunto de la obsesión cosmética por llegar a la tumba como un bello cadáver de cutis plástico.
Por otra parte, las flores más bellas se deslucen en el centro por la mácula velluda de los órganos sexuados, proseguía Bataille. Este contraste entre la frágil belleza exterior y la crudeza del interior es uno de los aspectos que más ha interesado a Nicole Gagnum, artista americana que ha dedicado al tema floral prácticamente toda su obra y sirviéndose de todo tipo de técnica (pintura, dibujo, fotografía, video e instalación).
En la serie fotográfica Amapola (2006-12) es donde mejor se manifiesta ese baile entre opuestos, como ella misma lo describe, entre los pétalos de sedosa tersura que pugnan por desplegarse y el cáliz velludo cuyos sépalos van cediendo a la presión del pimpollo. La secuencia de imágenes captan con objetivo macro la complejidad de la pulsión erótica, la mezcla de atracción y repulsión que atiza la libido.
Gagnum interpreta el brotar de la flor como un movimiento centrífugo, hacia afuera y hacia adentro simultáneamente, estableciendo paralelismos poéticos con el erotismo femenino, con su mostrar sin mostrar, su desnudarse a la par que ocultarse, con el sensual desplegarse atravesado por incesantes repliegues en una misma.
En el video Return (2005) esta coreografía en espiral se materializa en el cuerpo de una bailarina cuyo movimiento serpentino pivotando sobre su propio eje vemos desde un punto cenital, dándonos la impresión de que el sinuoso giro de brazos y torso impele el lento abrirse de la falda-corola, y después con el movimiento inverso la falda vuelve a plegarse y el cuerpo-gineceo retoma la posición del sueño.
En sus pinturas de hibiscos los pétalos aletean como faldas de derviches, replegándose en envolvente mística sensual, como también en los dibujos, donde solo los estigmas, ávidos de polen, se tiñen de color.
Robert Mapplethorpe también exploró la naturaleza ambigua de la sexualidad y la belleza concretada en una flor. Escribía Patti Smith en su poético homenaje a su amigo: Llegó el momento en que adoptó la flor como la encarnación de todas las contradicciones con que se deleitaba. Su pureza de líneas, su carnosidad. El humilde narciso. Zen apasionado. Las flores le simbolizaban tanto a él como a sus procesos. Y el ojo se convertía en un cuerpo, el tenebroso corazón de una rosa. La siniestra sombra de una orquídea. O la indolente amapola en la oreja de Baudelaire (El mar de coral).
O esa otra rara flor, Jack en el púlpito, que debió cautivar a Mapplethorpe por su singular combinación de elementos fálicos y pliegues nervados, pero también porque el tufo católico del nombre le permitía deslizar otros niveles de lectura.
Lo cierto es que nunca vemos solo flores contemplando sus bellos bodegones: el pálpito erótico y el pulso carnal vibra en cada nervadura, en los brotes velludos, en los pistilos asomando entre pétalos de lirios poco castos, en las orquídeas ofreciéndose…
En sus fotos, sean de flores o cuerpos desnudos, la perfección de la forma irradia un sereno magnetismo, belleza subversiva a la par que clásica.
Mapplethorpe esculpía con la luz y sus contrastes. Fue un fotógrafo con alma de escultor, como Karl Blossfeldt, quien también nos enseñó a mirar las flores de otro modo.
Este humilde profesor de forja iba siempre provisto de su cámara cuando salía a pasear. No eran amplios campos de amapolas ni exuberantes rosales lo que captaba su atención, sino las plantas silvestres, él las llamaba proletarias, popularmente conocidas como malas hierbas.
Con precisión científica las inventariaba y fotografiaba, pero el registro visual resultante no es el de un botánico sino el de un artista involuntario: primeros planos de flores y formas vegetales que no proyectan sombra alguna y parecen esculturas forjadas, arabescos Art Nouveau, caprichos de la naturaleza que simulan bailarinas, o que desvelan pentagramas invertidos y otros secretos ocultos en las formas primigenias. Blossfeldt sería reclamado precursor de movimientos tan dispares como el surrealismo y la Nueva Objetividad. Por cierto, que también inspiró el falso herbario (ensamblajes de chatarra) con el que Joan Fontcuberta (Herbarium, 1982-85) ponía en solfa la fe ciega en la verdad fotográfica al tiempo que confrontaba el idealismo naturalista de Blossfeldt con la actual imposibilidad de pensar en una naturaleza que no sea artificial.
Los escritores simbolistas y decadentes decimonónicos ya se había ocupado de desmontar el mito del ideal floral pero las habían condenado al malditismo y la putrefacción, de modo que acababan perdiendo su dualidad esencial: para Baudelaire, las flores o bien encarnan a la femme fatale o son fúnebres y enfermizas, como monstruosas son las que cultiva Eissentes en su paraíso artificial (A Rebours, Huysmans).
La misoginia de Baudelaire y el tedio de Huysmans se proyecta en sus respectivos universos florales, mientras que las flores de Gagnum reflejan una mirada femenina sobre lo femenino… Georgia O’Keeffe, en cambio, renegó siempre de las interpretaciones sexuales de sus cuadros: cuando la gente lee símbolos eróticos en mis cuadros, están hablando sobre sus propios asuntos, decía.
Quizás sí que entre la intención del artista y la mirada del espectador todo puede ocurrir, entre el que poliniza y el que extrae el néctar cabe todo un mundo, pero libar una jugosa flor siempre es una gozada.
Anna Adell