El miedo a la libertad se paga caro. La Historia enseña que el totalitarismo no es una fuerza que se impone desde fuera. Uno de los episodios más patéticos del sometimiento voluntario nos lo recordó el artista urbano Dos Jotas en una de sus últimas instalaciones en una galería, donde evocaba el “vivan las cadenas” que vitoreaba el pueblo español en 1814 anhelando ser de nuevo súbdito del absolutismo borbónico.
Por supuesto, no era la revisión histórica lo que pretendía Dos Jotas sino poner el espejo del pasado ante un presente que se presta también gustoso a desenganchar la carroza de la extrema derecha y ocupar el lugar de los asnos. Provisto de mil ochocientos catorce metros de cadena, el artista cubrió todo el espacio de Swinton Gallery (Madrid, julio 2019) dividiéndolo en celdas separadas por cortinajes de “acero pulido”. Éste fue el título de la exposición, que clausuró con la venta de fragmentos de cadena que cada comprador cortaba con unas grandes tenazas puestas a su disposición, pagando así por su trozo de libertad.
Eric Fromm, en su libro El miedo a la libertad argumentaba que el individualismo alimenta nuestro impulso masoquista, esto es, la angustia existencial que nos lleva a querer delegar la libertad individual en otro, en formas diversas de autoridad. En “Acero pulido”, pero también en intervenciones como “Bombas de humo”, de algún modo llamas al atención sobre este “conformismo de autómata” (parafraseando a Fromm), ¿es así?
El individualismo nos lleva a la conformidad colectiva, a que cada persona luche por sus intereses y nadie por los del conjunto, el egoísmo contemporáneo para mantener el confort tan simbólico como ficticio. Todos los días perdemos derechos, libertades y dignidad; pero mientras tengamos acceso a comprar un nuevo modelo de móvil, un canal más de pago, para ver una serie que justifica nuestra vida en la sociedad o tengamos acceso a cualquier tipo de adelanto inservible seremos felices.
Como artista urbano, con tus pegatinas en cuyos diseños mimetizas logos y señales municipales tergiversando el mensaje, a menudo increpas a la acción, a la desobediencia civil, en una época en que hasta el manifestarse puede ser penalizado. Pienso en el proyecto “Utilizar en caso de emergencia” (frase estampada en mobiliario urbano, botellas de vidrio, adoquines sueltos…) Me pregunto si la vida acelerada y el circular robótico le da tiempo al ciudadano a descubrir tus pegatinas entre tanto reclamo publicitario urbano… ¿Qué reacciones percibes ante este tipo de obras?
En realidad esa es la idea, que pasen desapercibidas, que no funcionen como la publicidad con mensajes gigantes a los que ya estamos acostumbrados y directamente evitamos. Con estas intervenciones se intenta que la relación sea íntima con el espectador, posiblemente solo sean vistas por una de cada cien personas que pase por ahí, pero esa persona pensará “esto no lo ha visto todo el mundo, este mensaje me está diciendo algo a mí”, siempre hago la misma comparativa, funcionan como la publicidad, con la diferencia de que los anuncios venden productos a gritos y estas intervenciones susurran reflexiones.
En tus intervenciones en las calles de Sevilla queda patente la confluencia del poder eclesiástico y de la industria turística: en Glory Hole, en el altar con el artículo de la constitución sobre la libertad de culto ocupando el lugar del santo, en los capirotes que pusiste en los bolardos… En cada ciudad captas una idiosincrasia particular. En unas, la inseguridad se siente más y en otras es el turismo lo que destroza el espacio público; qué diferencias adviertes entre las ciudades españolas y otros países donde has trabajado, en temas de vigilancia, peligrosidad etc?
En los últimos tiempos todo es parecido, cámaras de vigilancia y control por todos lados, desde el 2001 es la tónica común del mundo, el control, vivimos en una dictadura tecnológica vigilados 24 horas, nos observan, desde nuestras conversaciones, los lugares donde vamos, nuestros gustos, pueden saber todo de nosotros con poco esfuerzo y sin nuestro permiso.
Solamente en China se calcula que hay más de 200 millones de cámaras, con algoritmos de reconocimiento facial, puestas por los gobiernos, en calles, bancos, edificios públicos, bloques de pisos, centros comerciales, cámaras por todos lados, unidas a los satélites, los teléfonos móviles y las redes sociales, vivimos en una dictadura tecnológica totalmente controlada.
La especulación inmobiliaria y la explotación turística repercuten a su vez en la precariedad laboral de las nuevas generaciones: universitarios que sólo encuentran empleo en el sector turístico o en la construcción…, como explicitas en “Spanish Dream”, y con aquella pegatina de la Oficina de empleo en un basurero: “deposite aquí su curriculum”. Las chanclas marcando la arena de playa con el símbolo del euro son también rotundas en su mensaje. El mundo del arte participa claramente en el engranaje mercantil que denuncias ¿cierto? Como artista, ¿cómo mantenerse al margen de la tiranía de la mercancía sin ser “marginado”?
Mi trabajo depende totalmente del contexto, cuando entro a un espacio cerrado, muchas veces intervengo en él por medio de instalaciones específicas, habitualmente con una crítica implícita al mercado del arte, cuestionando la creación de objetos intranscendentes más valorados por su precio que por su lectura conceptual o simbólica. En el caso de introducir obra de calle, intento que la objetualización de la pieza complemente conceptualmente a la intervención de la calle, como por ejemplo la acción “Madrid Straße” donde la documentación de la obra va expuesta en una esvástica o la intervención “Utilizar en caso de emergencia” cuya documentación va acompañada de un armario en el que debería haber un extintor pero ha sido sustituido por un cóctel molotov y un ladrillo.
En cuanto a tu segunda pregunta, imagino que es difícil, para mí hasta el momento no es un gran problema ya que no vivo del arte, los pocos ingresos que me suelen llegar del arte son por talleres y conferencias que imparto, se podría decir que pierdo casi más dinero del que gano haciendo lo que hago.
Entrevistado por Anna Adell