“no existen imágenes banales sino la mirada banal de una cultura muerta”, Abu Ali
Desde sus primeras grabaciones neoyorquinas, centradas en un barrio puertorriqueño cercano a Harlem, hasta las últimas, viviendo en un pequeño pueblo de los alrededores de Marrakesh, la cámara de Toni Serra (Abu Ali) parece siempre atraída como la vara del zahorí por los arrabales físicos y metafísicos del ser, quizás intuyendo que el Este (o Sur, según se mire) sería su edén.
En entrevistas y escritos, urgía a “taladrar la película máster”, refiriéndose a la necesidad de agujerear la realidad mediática dominante, tejida con nudos cada vez más prietos de mistificaciones culturales. Él no hizo otra cosa, tanto en sus videocreaciones como canalizando proyectos audiovisuales de otros, cartografiando así archipiélagos de imaginarios heterodoxos por debajo del mundo-pantalla.
Frente a la mecánica reductora de los medios de comunicación, frente a la iconocracia que embalsama los sueños, que fabrica los miedos a un “otro” ficticio y coloniza los deseos, Abu Ali practicó la iconoclasia en tanto tergiversación de imágenes legitimadoras de políticas supremacistas y mortíferas.
Observamos en su praxis y en los proyectos a los que dio cuerpo (como co-director de OVNI. Observatori de Video No Identificat, CCCB, Barcelona) dos modos complementarios de combatir la banalización de la mirada. Por una parte, sustituir el encuadre, disección y captura a través del objetivo de la cámara por el tanteo contemplativo y la entrega de uno mismo en aquello que se graba. Por otra, trabajar con material de archivo para conformar un anarchivo o contra-archivo cuya táctica estriba tanto en recuperar expedientes no revelados como en releer bajo una luz sin filtros documentos oficiales, propagandistas y publicitarios, coloniales y poscoloniales.
Un ejemplo de lo primero, de ese dejarse llevar por el acontecer, nos lo da una breve pieza de videoarte, Wahab (1994), en la que canciones de amor egipcias acunan el baile azaroso de una bolsa de plástico bamboleándose por la brisa en una calle desierta de Tánger. No hay jerarquía en su mirada, que atiende por igual al movimiento de la materia inerte por un hálito momentáneo y al giro extático de los derviches. Una mirada interesada en caminos errantes entre laberintos de medinas y arquitecturas islámicas (Al barzaj 2010), cruzando umbrales físicos y perceptivos; o en el vuelo de las aves, alegorías de migraciones iniciáticas (El canto de la abubilla). Podríamos hablar de una apertura progresiva del diafragma de una visión que ya no es sólo óptica. La influencia de la mística sufí y de poetas persas como Hafez (quien afirmaba que contemplar el vuelo del pájaro es convertirse en pájaro) transfigura la mirada de Abu Ali, y los vídeos de sus últimos años son casi trasvases poéticos, en imágenes, del movimiento interior activado por la meditación y el trance. El viaje empieza cuando te quedas quieto, escribía en su blog.
En cuanto a lo segundo, el montaje crítico de material de archivo para desmontar mitos heredados, nos recuerda la figura del bricoleur tal como la entendió Lévi-Strauss: a partir de residuos de historias preexistentes, el bricoleur reordena las piezas para armar otras narrativas posibles. En el videoensayo La frontera como centro (título de la edición 2016 de OVNI), la imagen de talas masivas de árboles funcionan como bordón o estribillo metafórico que va engranando una narración hecha de collages audiovisuales. Fragmentos sacados de la filmoteca de Cataluña halagando las labores misioneras, y contrastados con el virulento film de René Vautier, el primero que (en los años 50) osó denunciar la verdad de las colonias africanas, forman la primera tesela de un mosaico que nos conduce desde el indígena colonizado al exótico convertido en atracción de feria en las Exposiciones Universales (Paris couleurs, Pascal Blanchard), y de ahí al inmigrante contemporáneo, confinado en las “zonas del no ser” (de las que hablaba el caribeño Frantz Fanon), esto es, fuera de las fronteras físicas y psíquicas del ser. Patrullas de voluntarios a la caza del inmigrante en Arizona, bosques de Austria a los que se obliga a los indocumentados a permanecer hasta morir, centros de internamiento para extranjeros, asesinatos impunes de la guardia civil en Melilla… Abu Ali toma retales de investigaciones recientes de casos archivados (presentadas en OVNI, p.ej. Tarajal, de X.Artigas y X.Ortega; o Tanquem els CIES), e intercala sus propios “hackeos” de imágenes (p.e. de declaraciones y actividades de Frontex, agencia europea de control de fronteras) para evidenciar que la periferia es centro, es sistema, que los agujeros negros de la civilización estructuran su putrefacción.
“Cruzaremos las fronteras del ser para descubrir que nunca han existido”, escribe. Los estados de trance se lo revelaron, pero también, al dejarse atravesar por infinidad de voces logró derribar una a una esas falsas fronteras. Las voces que no proceden del Próspero Norte adquieren en sus trabajos una lucidez innata y obligan a revisar los cimientos epistemológicos de conceptos como riqueza, libertad, identidad o realidad: para las comunidades del Sur, el estado-nación es imposición externa y no vertebra ningún sentido identitario, y en cuanto a la realidad material es sólo una mínima parte de lo real, lo mismo que la riqueza nada tiene que ver con la fiebre crematística. Pero las comunidades se deshilachan porque la colonización mental es difícil de expurgar.
En sus trabajos de los años 90, Abu Ali trataba, con ácido humor, el tema de la usurpación de las conciencias a través de punciones mediáticas de la publicidad y de películas de terror: en La noche tomaba imágenes del mítico film de zombies de George A. Romero, y en Minnessota 1943 se iban sucediendo las preguntas de un test psicológico para contrato de personal (usado anteriormente para reclutar soldados) sobre una cascada de fotogramas y audios que sonaban a Cronenberg y a tétricos experimentos gubernamentales.
Poco a poco, probablemente fruto de su inmersión en la cultura marroquí y en el sufismo, su énfasis deja de asentarse tanto en la denuncia de la hipnosis colectiva inoculada por la telerrealidad para dedicarse, por ejemplo, a “buscar consejo” (Istishara 2003) entre la gente menos contaminada por el simulacro del consenso, acerca del modo de reflotar del “sueño profundo”, aquel que nos va desproveyendo de imágenes propias. Itshibara se enhebra mediante conversaciones con hombres y mujeres de Marruecos a los que se pregunta sobre sus sueños más significativos. Premonitorios e iluminadores, muchos de esos sueños se revelan como mundos intermedios entre la vida y la muerte, pasajes en los que reencontrar a los que se fueron, e incluso antesalas para la propia partida.
Quienes conocieron a Abu Ali dicen que tenía luz. Me lo imagino como el personaje mítico del saber islámico al que dedicó una de sus poesías visuales, A-Jádir, aquel habitante de zonas intermedias a cuyo paso todo reverdece.
Anna Adell