Durante la era espacial el arte también quiso liberarse de la fuerza de gravedad, saltar al vacío y auscultar el sonido del cosmos. Imaginar la música interestelar fue bálsamo metafísico para oídos heridos tras años de imparable restallar de bombas y metralla.
En Grecia, el fin de la Segunda Guerra Mundial no trajo la paz sino el principio de otra contienda. Panayoitis Vassilakis, quien sería conocido con el sobrenombre de Takis, vivía en Atenas cuando estalló la guerra civil. Ya por entonces empezó a recoger restos de bombas y municiones esparcidas por las cercanías de la ciudad, quizás sin saber aún que dedicaría su vida a transmutar esa arqueología letal en cosmología regeneradora.
Deambulando por las salas del MACBA donde se ubica su obra, se tiene la sensación de estar dentro de una caja de resonancia cósmica. Esferas de hierro penden del techo y, como planetas de una galaxia desconocida, se atraen o repelen girando sobre campos magnéticos; figuras geométricas quedan en suspenso sobre un lienzo a modo de pinturas abstractas expandidas por el espacio; unos instrumentos que nos recuerdan al monocordio pitagórico emiten sonidos azarosos por la intervención de imanes; campos de flores con pétalos de hierro y tallos de alambre se inclinan al capricho de una brisa imaginaria producida por péndulos magnéticos; bosques de antenas traducen con sus parpadeos mensajes del cosmos …
“Un simple imán y un clavo flotando pueden hacerme meditar”, decía el artista. Y nos damos cuenta de que ese es su logro, la sencillez con la que nos contagia su fascinación ante los flujos de energía materializándose en el vacío. La física deviene metafísica, la mecánica de los cuerpos transcribe las fluctuaciones del amor; luces y agujas de cabinas de piloto se amotinan contra el lenguaje de signos que les fue inculcado y reinventan uno nuevo para pilotar la imaginación.
Takis emigró a París, huyendo del yermo cultural y humano en que había quedado su país tras la guerra. En los años 50’s los cafés parisinos eran laboratorios de ideas y delirios creativos. Conoció a Yves Klein, quien por entonces buscaba materializar el vacío como principio zen; coincidió también con Jean Tinguely y sus mecanismos escultóricos que explosionaban en un baile frenético de fuegos artificiales. Aunque por entonces la meca experimental empezaba a trasladarse a Nueva York, en París Takis se nutrió de unas sinergias creativas que rompían los límites entre las artes plásticas, la música experimental y el teatro. Estaban haciendo happenings antes de que los neoyorquinos le estamparan su etiqueta.
En la retrospectiva del MACBA encontramos documentación sobre esos eventos parisinos, entre ellos la elevación del poeta Sinclair Beiles que Takis llevó a cabo con un sistema de imanes. En ese estado de flotación Beiles leyó el Manifiesto Magnético”, del que rescatamos un fragmento paradigmático: “Takis está creando una nueva escultura a partir del mecanismo real de una bomba de hidrógeno. Me gustaría ver todas las bombas atómicas de la Tierra transformadas en esculturas”.
En los mercadillos de excedentes del ejército Takis encontraba su materia prima: piezas de radares, antenas de radio, quincalla militar y electrónica de todo tipo, que sería purgada de su carga nociva y recableada con nuevos circuitos de buenas vibraciones. Algunos Signals, por ejemplo, estaban hechos con varillas flexibles y muelles de jeeps del ejército estadounidense, y él les había puesto luces de bicicleta en sus terminaciones, resultando una especie de antenas de insectos galácticos.
En el MACBA vemos también uno de sus gongs como parte de un ballet magnético. El instrumento de percusión fue realizado con la pared oxidada de un tanque de petróleo. Lo que había sido un depósito de combustible fósil acoge ahora el sonido de la totalidad, evocando a la vez el Om hindú y el instrumento de origen chino destinado a la meditación.
La mirada de Takis se enraizaba en la mitología, en los sagrado, en los orígenes de la cultura griega. En las grandes estaciones ferroviarias observaba el juego de luces, sonidos, barreras, cruces y túneles, fascinado ante su milimetrada coreografía, e imaginaba el modo de dotar a un mundo desprovisto de símbolos sagrados de un nuevo lenguaje que se adecuara a la vida moderna y acelerada.
Su taller era más similar al de un herrero o radioaficionado que al de un artista plástico o escultor al uso. Su búsqueda fue básicamente hacer visible la energía cósmica del electromagnetismo, que definía como “infinito, invisible, puro pensamiento”.
El poeta Allen Ginsberg recordaba una conversación que había tenido con Takis en su estudio de París acerca de cómo transcribir en imágenes el magnetismo del universo: se les antojó como la figura de un móvil trémulo, en el que cada pieza era una estrella unida a las demás por hilos invisibles, de modo que si una de ellas fuera eliminada todo el mecanismo “se desplazaría una ínfima porción cósmica, pero inmediatamente, con una sacudida, todo volvería a encajar siguiendo el trazado de una líneas magnéticas imperceptibles”.
Bellísima imagen de un holismo universal, que en el plano ontológico otorgaría sentido a la capacidad de autoregeneración por el flujo de energías compartidas. Si la fuerza de la gravedad nos aplasta con el peso de la mismidad, la del magnetismo nos mantiene ligeros y entrelazados.
Anna Adell
Takis
MACBA, Museu d’Art Contemporani de Barcelona
hasta el 17 de abril 2020