Los cuadros más fetichizados de los grandes museos raramente pueden contemplarse de otro modo que sintiéndote un moscardón entre moscardones acercándose a la miel, compitiendo por alcanzar la primera línea tras los postes y cuerdas de seguridad.
En el Museo del Pueblo, en cambio, se nos ahorran los postes separadores, los cristales protectores, e incluso el viaje a San Petersburgo o a Madrid; se nos evitan las colas ante el Museo del Prado y el sangrante desembolso ante el palaciego Hermitage. Así, sin preámbulos, podemos contemplar el Jardín de las Delicias, el Guernica, la Danza de Matisse, la Anunciación de Fra Angelico, Tizianos, Goyas…
Daniel G Andújar reúne en una sola sala del Palau de la Virreina estos y otros lienzos ilustres, hackeados de la red y reproducidos a escala 1/1, de modo que engañan a la vista en una primera impresión casi stendhaliana.
Master Pieces, Hack the Museum-El Museo del Pueblo (2017-18) es una de los proyectos incluidos en la retrospectiva del artista, agrupados bajo el rótulo El tercer Estado, aquel estamento que no tuvo ni voz ni voto hasta la Revolución Francesa, época en la que justamente se le franqueó la entrada a los museos, pues hasta entonces las obras de arte eran poco más que deleite monárquico de alcoba y codicia papal.
El transporte hasta la Virreina de las “insignes” reproducciones formó parte del ceremonial orquestado por Andújar. Las copias recorrieron las callejuelas del Raval, siendo custodiadas por estudiantes de la Escola Massana hasta las puertas del centro de arte, dejando boquiabierto a algún que otro transeúnte.
Al involucrar estudiantes de arte, Andújar trae a colación ciertas paradojas acerca del acceso a la cultura en la era de la información.
Walter Benjamin definía el “aura” como la lejanía sentida ante un objeto, aunque éste se encuentre físicamente cerca. Es una sensación que desprendían los objetos sacros. Siendo el museo el templo profano de la época secular, el aura se desplaza hacia la estética, pero no desaparece, a mi parecer, sólo se transforma. Cuando una obra es infinitamente reproducida pierde el aura, decía Benjamin. Según como se mire, pues aunque el souvenir banaliza el arte, cuanto más se reproduce más lejano y aurático nos parece el original.
En la era de la hiper-reproductibilidad digital, lo pronosticado por Benjamin ha conocido un auge exponencial, pero lo que el filósofo alemán no podía imaginar es el entramado de intereses económicos parapetados tras el muro de la propiedad intelectual.
Hasta hace cincuenta años, los artistas podían instalarse con sus bártulos en cualquier sala del museo del Prado y ponerse a copiar un Velázquez o al Bosco. Ahora, el fantasma de la propiedad intelectual acecha por doquier, y aunque sean pintores muertos hace siglos, el recelo se impone en la enseñanza, como si de una fechoría se tratara (aparte de considerarse una práctica obsoleta lo de copiar a los maestros).
El aura era aquello que tenían los objetos mágicos para los pueblos antiguos. Saber de su existencia era suficiente para que su poder apotropaico surtiera efecto. No hacía falta verlos, tan sólo confiar en su existencia. A ello llamaba Benjamin valor de culto, que en las sociedades modernas cedió su lugar al valor de exposición. Hoy en día, a medida que nos conformamos cada vez más con conocimientos mediados, salvando obstáculos de copyright, el valor de culto vuelve a imponerse en cierto modo al valor de exposición. Sabemos que la obra existe en tal museo, y desde ahí irradia su halo. Casi podemos prescindir de verla, como los antiguos a sus objetos de culto.
Benjamin no deploraba la pérdida del aura, pues intuía que la reproductibilidad técnica podía emancipar al arte, politizarlo, al ser desacralizado y democratizado. Las herramientas digitales otorgan ese poder emancipador, y Daniel G. Andújar viene aprovechándolo desde los años 90, pero sin dejar de alertar acerca de las coacciones impuestas en el aparentemente abierto marco digital.
Mientras el Museo del Pueblo sigue abierto en Barcelona, en Berlín (en el Gropius Bau) se exponen estos días otras copias que a su vez son copiadas de copistas. Hablamos de la propuesta de un artista, Lee Mingwei, que tiene en común con Andújar su interés por hacer un arte participativo, de creación colectiva. Our Peaceable Kingdom (2020) consiste en versiones o copias de la pintura homónima del artista cuáquero Edward Hicks. En este cuadro de 1833, el pintor estadounidense reunía en un paisaje idílico animales de distintas especies, incluida la humana. Presas y predadores conviven pacíficamente, blancos e indígenas se dan la mano. Mingwei invitó a 11 pintores a plagiar el Peaceable Kingdom, y a su vez estos debían invitar otros tantos amigos a interpretar sus propias versiones del cuadro de Hicks, estableciendo así una cadena de voces y ecos similar al juego del teléfono descompuesto. La imagen de la paz como un ritornello puesto en abismo.
Para Platón, la pintura sólo podía aspirar a ser copia engañosa del mundo aparente. Aristóteles revirtió la negatividad vertida por su antecesor en las “artes imitativas” defendiendo la importancia de la mimesis en el aprendizaje y para la imaginación poética. Pero en la historia occidental ha prevalecido el considerar la imitación como algo empobrecedor y falsario.
La mimesis, sin embargo, no se referiría sólo a la copia sino a la transformación de uno mismo en aquello que se copia. El propio W. Benjamin habla de ello al introducir la dialéctica entre el juego y la apariencia: la imitación no es sólo representar algo (juego) sino también ser aquello representado (apariencia). Es lo que sucede en el juego infantil, en la danza de los pueblos arcaicos y en el ritual mágico.
Lee Mingwei, en su propuesta, recuperando la figura del copista antiguo o del aprendizaje pictórico tradicional, reactiva el poso mágico de la mimesis, invocando la idea de la paz.
En cierto modo, también hay una reactivación mágica en la acción de Andújar, y las copias a tamaño natural del Guernica de Picasso y de la Danza de Matisse reunidas en la misma arena nos interpelan directamente, se liberan de su aura, nos susurran su historia.