La fotografía es siempre registro de una muerte anunciada. No hay futuro en ella, decía Roland Barthes. Lo que muestra ya no volverá, en caso de que alguna vez haya sido.
No es extraño que sea expresión artística de aquellos a los que más seduce la muerte. Tanto los autorretratos que Pierre Molinier escenificó en los últimos años de su vida encerrado en su apartamento como las fotografías que Antoine d’Agata viene realizándose a sí mismo y a otros espectros nocturnos capturan la progresiva disolución del yo, dispersándose en pura emulsión sin retorno posible.
Son dos de los fotógrafos escogidos por Alberto García-Alix para figurar en la muestra La exaltación del ser (PhotoEspaña 2017), lo que nos invita a establecer correspondencias entre ellos sin que la intensa singularidad de cada uno se vea menoscabada.
Molinier era casi septuagenario cuando llevó a cabo una serie de fotos en las que valiéndose de antifaces, maniquíes, lencería negra y espejos, usando asimismo el fotomontaje, se transformaba en un ser andrógino, rebosante de sexualidad onanista, con profusión de piernas enfundadas en medias negras, alargadas por tacones de aguja a los que se adhieren falos.
Lo femenino y lo masculino, el cuerpo físico y el virtual (multiplicado en refracciones caleidoscópicas), prótesis y carne, espíritu y voluptuosidad…, los contrarios se acoplan entre sí como la doble naturaleza de un hermafrodita. En ese instante dilatado por la captura e impresión fotográfica la ilusión de completud parece cumplirse, la totalidad del ser se manifiesta como un Rebis primordial.
En cada puesta en escena Molinier invocaba ese ideal, sin guiarse por ningún mito fundacional específico sobre la naturaleza dual de los seres originales pero reivindicando para sí la bisexualidad mágica de un chamán, demiurgo o progenitor de perversas quimeras (Le chaman et ses créatures).
Sin embargo, lo que muestran sus fotografías son cuerpos vulnerables, frágiles, rotos, incompletos, que fallan cuando tratan de acercarse a la perfección cerrada del andrógino (arquetipo universal que atraviesa el platonismo, el gnosticismo, la alquimia, el chamanismo…)
Su fiebre creadora puede interpretarse como una pugna irresoluble por hacer coincidir deseo e imagen, lucha dolorosa por la imposibilidad de materializar ese yo ideal, pero placentera como camino de autoconocimiento sin trabas morales. Escribió: soy durante un tiempo la melancolía de una figura fragmentada. Sin embargo, en ese intervalo el misterio se revela.
Su último disparo no fue fotográfico sino letal, pero ante el suicidio se preparó eligiendo cuidadosamente postura y vestuario, como lo haría ante su cámara.
Yo que todo lo prostituí aún puedo prostituir mi muerte y hacer de mi cadáver el último poema; este verso de Leopoldo María Panero que podría haber servido de epitafio a Molinier, curiosamente fue eligido por Antoine d’Agata para encabezar uno de los capítulos de su catálogo Anticorps.
Porque también para D’Agata la fotografía ha supuesto un avanzar hacia la ausencia, un precipitarse hacia el extremo del placer y del dolor. Son palabras de Molinier, pero extensibles al lema vital de este otro fotógrafo de cuerpos rotos, prófugos de sí mismos, con los que ha compartido todo y nada, pues su amor es desapego.
Sus fotos son siempre autorretratos, incluso cuando permanece fuera del encuadre. Lo que capta en esas imágenes distorsionadas es la alteración perceptiva, la fugacidad de la experiencia, del chute, del arrebato, del gozo… con los que él y otras almas descarnadas tratan de paliar el sufrimiento.
Errante y noctámbulo, va dejando pedacitos de sí en cada encuentro, explica, y en ese atomizarse descubre algo parecido a la felicidad.
Para D’Agata, como para Molinier, la fotografía es liberadora porque dilata los únicos instantes en que se han sentido verdaderos; es redentora porque los redime de la inercia estéril por perdurar en el vacío; les ha permitido reinventarse y encontrar un modo de estar en el mundo, eso sí, un mundo paralelo.
Decía Marcuse que el Eros órfico y narcisista asume el principio del placer polimorfo y perverso hasta sus últimas consecuencias, transformando al ser, revelando otra realidad (reprimida por la tiranía del progreso y la cultura productiva) bajo el principio de realidad establecido.
Como Narcisos ahogándose en su propia imagen por no querer renunciar al placer contemplativo, como Orfeos despedazados por negarse a abdicar del amor improductivo, Molinier y D’Agata no se conformaron con un erotismo que se limite a perpetuar el orden represivo. Hicieron suyo el potencial subversivo del eros liberador del que hablaba Marcuse aún sin conocerlo.
Anna Adell
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Pierre Molinier, “Ce fut un homme sans moralité”
Círculo de Bellas Artes
Sala Minerva, Madrid
hasta el 24 septiembre
(con la colaboración de la Galerie Kamel Mennour, París)
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Antoine d’Agata, “Corpus”
Círculo de Bellas Artes
Sala Picasso, Madrid
hasta el 24 septiembre
Comisaria Fannie Escoulen
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