Que el director del así llamado Instituto del Futuro de la Humanidad (Universidad de Oxford) aconseje la implantación en cada ser pensante de un chip de alta tecnología para detectar sociópatas potenciales parece una trama de ciencia-ficción.
Lo que propone Nick Bostrom en su artículo (The vulnerable word hypothesis, 2018) es equiparnos a todos con una “etiqueta de libertad”, un dispositivo portátil de vigilancia tipo collar de perro repleto de cámaras y micrófonos. Los algoritmos de inteligencia artificial interpretarían a tiempo real los datos recogidos (gestos, audio, señales de situación…), y, cualquier movimiento sospechoso sería revisado por los “servicios de monitoreo patriótico”, quienes aplicarían las sanciones convenientes.
Tanto por la propuesta en sí como por el modo de nombrar los dispositivos high tech y los agentes de control, usando la palabra “libertad” para referirse a la máxima vulneración de la privacidad, parece pura parodia de la distopía orwelliana. Pero ¿acaso no funcionan ya los dispositivos móviles en el sentido empleado por este fanático de la tecno-vigilancia? Los derechos básicos cada vez están más cerca de sucumbir con la excusa institucional de la paranoia delictiva.
Las profecías apocalípticas del transhumanismo más alarmista, del que Bostrom es profeta, justifican así la transformación del mundo en prisión preventiva. Pero los “freedom officers” no vigilan a todos con igual intensidad.
La instalación multimedia de la artista taiwanesa Shu Lea Cheang en la Bienal de Venecia (2019) se desarrolla partiendo de esta idea de vigilancia global, de panóptico tecnológico horizontal pero selectivo, a la vez que atraviesa la historia del panóptico como sistema de control y castigo desde el siglo XVIII. Emplazada en los Piombi (antiguas prisiones) del Palacio Ducal, Cheang nos lleva a transitar por diferentes periodos, hilvanando casos históricos, como el de Giacomo Casanova, quien fue encerrado en esta cárcel veneciana en la misma época (en el último tercio del siglo XVIII) en que otro “perverso”, el Marqués de Sade, escribía los 120 días de Sodoma en su celda de la Bastilla.
El panóptico como modelo arquitectónico carcelario y fabril fue un producto de la mentalidad ilustrada. Su artífice, Jeremy Bentham, quien basara toda su filosofía en “el principio de utilidad” y “de la máxima felicidad”, quiso idear un modo de corregir los comportamientos sin necesidad de amenazas ni castigos. Al disponer las celdas en torno a una torre central de observación con muchas ventanas los reos se sentían vigilados las 24 horas y su comportamiento se optimizaba.
Los personajes que van apareciendo en las películas proyectadas, incluidos los estereotipos de una masculinidad homologada como las de Casanova y Sade, se dotan de un género fluido. Las pantallas se disponen alrededor de la torre central del panóptico, de modo que ésta no ejerce la función clásica de vigilar sino que, al proyectar imágenes, nos da a entender que la mirada contemporánea construye, más que registra, la realidad.
3x3x6, el título de la instalación, hace referencia a la medida estándar, tres x tres metros, de las celdas destinadas a delincuentes sexuales y terroristas, sin ventanas y con seis cámaras grabándolos noche y día.
Cheang diluye los estereotipos libertinos dieciochescos y en lugar de mostrarlos como iconos mujeriegos los recupera como educadores sexuales, promotores del uso del condón, oponiéndose a la moral burguesa y a la iglesia. Casanova adopta rasgos asiáticos y se encuentra, en el cuento audiovisual de Cheang, con un joven acusado de haber contagiado a otros de sida (un caso que tuvo mucha repercusión mediática en Taiwan).
En la era electrónica, las políticas higienistas y el control policial se han perfeccionado además de heredar los prejuicios raciales y homófobos del pasado. Así, las páginas de citas para homosexuales están más acosadas por espías estatales que las heterosexuales, lo mismo que las sospechas de violación o terrorismo pueden fundarse sobre odios raciales y las cuentas de instagram de las mujeres demasiado “liberadas” pueden ser cerradas y ellas condenadas.
De todo ello nos trae casos reales Cheang, aunque los ficcionaliza para propiciar encuentros entre, por ejemplo, el filósofo Michel Foucault y un académico musulmán que fue acusado por presunta agresión sexual. Foucault, quien identificara el panóptico como prototipo de normalización disciplinaria y fabricación de sujetos dóciles, había sufrido en su juventud humillación por su ser homosexual.
Estando Polonia bajo el régimen comunista, Foucault trabajaba en Varsovia como agregado cultural del ministerio de cultura francés. Fue seducido por un oficial encubierto, un cepo para detenerlo. El caso fue silenciado y apenas se conoce, pero como relata el curador de esta exposición, Paul B Preciado, este suceso determinó el desarrollo de sus combativos escritos en torno a lo que bautizó como biopoder.
La policía cibernética, en países como China e Irán, criminaliza a adolescentes por colgar en instagram videos que las muestran bailando o en actitudes tildadas de pornográficas. El crimen no es el acto en sí sino el hacerlo público en la arena digital. A menudo, ni siquiera son hechos sino simulaciones. Es lo de menos en una época en que la distinción entre público y privado, realidad y ficción, es inoperante.
La mujer castradora, figura literaria de tantos mitos misógenos, se hace realidad en uno de los casos que rescata Cheang: una mujer cortó el pene a su marido tras soportarle maltratos durante años. La prensa lo calificó de enajenación por celos obviando esas vejaciones machistas. Como constata Preciado, cuando la violencia sexual es perpetrada por mujeres la condena social es extrema y se consideran casos de enfermedad mental.
Otra figura que pareciera proceder del mito (entendiendo que los mitos, como los sueños, nos revelan el lenguaje del inconsciente), es la del caníbal. Una de las historias perversas que Cheang pone en escena es aquella de un hombre que se comió a otro tras firmar ambos un contrato. Se conocieron en un “café caníbal” de internet, por lo que fue fácil para la justicia seguirles el rastro.
Dentro de la lógica discursiva de concurrencias transtemporales que despliega Cheang, las vidas se cruzan en complejas tramas. En una de las pantallas, propicia el encuentro del caníbal con Sade, quien con sus escritos accedió a las más hondas mazmorras de reclusión de la libido, siempre en pugna con su contrario, el instinto de muerte. Por cierto, aún faltaban más de cien años para que Freud diera nombre a estas pulsiones y a las neurosis desatadas al reprimirlas.
El panóptico, principalmente pensado para construcciones destinadas al trabajo y al castigo (fábricas, cárceles), empezó a plantearse simultáneamente, casi desde su invención, como arquitectura ideal para las casas de placer, al menos en la mente de libertinos y arquitectos visionarios: véase la ciudad ideada por Ledoux con su templo para la educación sexual (Oikema), o el salón del castillo de Silling, con sus camerinos en eje radial y equidistantes del trono central, en Los 120 días de Sodoma, de Sade. Con ello, constatamos cómo el ojo disciplinario y voyeurista, modulador de los comportamientos, modula también la gramática libidinal, la erótica de los cuerpos.
Cheang, con su propuesta, parece hablarnos de este enriquecimiento mutuo entre el férreo control (del panóptico invisible) y el aparentemente ilimitado descontrol de la sexualidad en la era virtual. Pero, sobre todo, lo que le interesa es ilustrar cómo la ideología patriarcal, homófoba y racista se ha trasladado al aparato vigilante de la tecnocracia digital.
Todo aquel que entra en la exposición es escaneado y su imagen se funde con la de otros, mezclándose géneros, razas y edades, mostrándose después junto a los “prisioneros sexuales”, de modo que el ojo vigilante del panóptico amplía su radio de influencia, se descentra y se complejiza con el cruce de miradas y proyecciones retroalimentándose.
La fluidez de identidades que van nutriendo la base de datos, así como la propia hibridez de los personajes principales apuntan hacia la posibilidad de burlar los controles biotecnológicos y de reconocimiento facial que van implantándose por todo el mundo.
Anna Adell