Con pocos días de diferencia dos personas huían de España. Ambas tomaron un avión hacia el continente americano. Él es prófugo de la justicia, ella (Daniela Ortiz) ha recibo amenazas por denunciar injusticias. La corrupción de él es de record guiness pero la institución a la que como “emérito” aún representa le concede inviolabilidad. Es la misma institución que siglos atrás señalizó sobre el mapa “zonas sin ley”, eximiendo así a los invasores de rendir cuentas. Y esa suspensión del derecho se importó después a las ciudades prósperas, aplicándose aquellos mismos modelos de exclusión sobre ciertos grupos subalternos. Visibilizar los modelos actuales de exclusión es lo que Daniela ha procurado en proyectos artísticos y en su militancia cotidiana.
La inmunidad monárquica, parlamentaria o diplomática ha sido a menudo contestada en el mundo del arte amparado en otro tipo de inmunidad, aquella que concede el museo, el espacio simbólico, la puesta en escena. En el ámbito de la alegoría todo es posible. Los destellos de libertad (en pensamiento y acción) que brillan en ese reducto cultural, sin embargo, se apagan cuando se cruzan los límites de la figuración. La realidad es otra. Lo importante es que, aunque la libertad sea ilusoria, aquellos destellos dejen improntas en la retina.
La veta crítica de Daniela Ortiz es admirada en el ámbito artístico. Siendo peruana, su perspectiva de la historia de España es periférica, esto es, no contaminada por las mentiras del centro. Aunque no es el pasado en sí lo que le interesa, sino cómo aquel determina el presente. Como apuntaba Walter Benjamin, si no liberamos la historia no podemos aspirar a una libertad futura. Daniela puso el foco en la materia oscura de la ciudad (los CIES) y sus monumentos (a la barbarie). El Palau de la Virreina, otro legado colonial, ha acogido recientemente su obra, un buen ejemplo de autocrítica.
Pero, como decíamos, la realidad es otra, mucho más burda. Cuando Daniela fue invitada a un programa de Antena3, Espejo Público (el nombre ya da miedo), cruzó ese umbral tras el que su inmunidad de artista no tenía amparo. Respondiendo afirmativamente a la pregunta de si estaría de acuerdo con el derrocamiento del monumento a Colón atizó el fuego de hordas patrias, y empezó a recibir amenazas anónimas por las redes, cada vez más agresivas, hasta que decidió marcharse para no poner en peligro su vida y la de su familia.
El silencio cómplice de los medios respecto el penoso comportamiento borbónico ha sido tradicionalmente contestado por el arte contemporáneo, un terreno en principio menos lastrado por la censura. Una artista que se ha movido con suma habilidad en ese entredós, la zona franca del arte, desde la que es posible y necesario agujerear la realidad e intervenir en ella, es Nuria Güell. Su proyecto “Arte Político Degenerado” (realizado junto a Levi Orta en 2014) consistió en crear una sociedad en un paraíso fiscal con el presupuesto de producción artística que les asignaron. Para ello se asesoraron con especialistas en desvíos de fondos públicos, los mismos que habían asesorado al yerno del último prófugo de la Casa Real. Posteriormente, cedieron la gestión de esa empresa a un grupo activista. Colectivizar la desobediencia fiscal es un lícito ataque al privilegio delictivo de una minoría de potentados.
Ortiz había sido invitada a Espejo Público para opinar sobre el derribo de monumentos coloniales que ha arreciado en todo el mundo tras el asesinato de George Floyd. Concuerdo con la respuesta de Daniela, pero pienso que deberíamos conservar la memoria del racismo, no borrar sus huellas, dejar los fragmentos de esos monumentos para que su ruina siga siendo ruina: esparcirlos por el suelo, como hacía el artista Fernando Sánchez Castillo otorgándoles una “Perspectiva ciudadana” (2004). Congelar los gestos iconoclastas auspiciados por Black Lives Matter sería interesante, porque simbolizan la necesidad urgente de que las cosas cambien. O bien, fundir en bronce, en lugar del monumento, el instante de su destrucción, como hiciera también Sánchez Castillo con un efigie de Franco siendo decapitada por dos guerrilleros urbanos. La iconoclastia y el buen arte han sido a menudo sinónimos. No hay creación sin destrucción.
Para sacar el discurso del terreno protegido del arte y acceder a otros públicos (más aún si son públicos asiduos a la telebasura), hace falta valor. Daniela puede irse con sus convicciones intactas, pues las reacciones xenófobas le han dado tristemente la razón, mientras el rey decadente huye con la cola entre las piernas.