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Las delicias de la nada

Entre sus coetáneos, Cornelius Gijsbrecht era tenido por un pintor virtuoso pero poco serio. Sus bromas no eran fáciles de colgar en los salones burgueses de su Flandes natal, por lo que se dedicó a viajar de corte en corte, intuyendo que sus paradojas visuales sintonizarían mejor con la ociosa excentricidad aristocrática.

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Cornelius N. Gijsbrecht. “The reverse of a framed painting”. Statens Museum for Kunst, Copenhague

Encontrándose un día en su taller, reordenando sus viejos lienzos mientras aguardaba la visita del rey de Dinamarca (¿o quizás era el de Suecia?), decidió que aquella era la ocasión idónea para desempolvar un misterioso cuadro que aún no había mostrado a nadie. Dicha pintura reproducía con extremo verismo el reverso de un cuadro cualquiera: el dorso de una tela apresada entre el bastidor y el marco, algo deshilachada en sus extremos. Clavos, vetas y detalles atizonados de la madera, e incluso las sombras proyectadas por las partes salientes de las tablas, habían sido calcados de la realidad sin que se apreciara la más mínima pincelada. Un número escrito en un pequeño papel adherido a la tela insinuaba la pertenencia del cuadro a un inventario.

El trampantojo en cuestión no estaba enmarcado, pues la intención de Gijsbrecht era dejarlo en el suelo, apoyado contra una pared, a fin de incitar la curiosidad del desprevenido visitante. Éste pensaría que estaba viendo el reverso de un cuadro, por lo que le daría la vuelta para darse de bruces con el reverso real del mismo, esto es, con la pura nada.

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Christo & Jeanne Claude “Package” 1960

Lo que el ingenioso pintor de Amberes no podía imaginar es que esa nada se llenaría de imágenes, discursos y manifiestos a lo largo del siglo XX, y aún en el XXI. El reverso vacío de aquel cuadro, que debió ser realizado hacia 1670, resultó ser un pozo profundo en cuyas aguas se han reflejado los cristales oscuros de las puertas de Duchamp (su Fresh widow y, en general, el interés duchampiano por frustrar el impulso voyeurista del espectador), así como los “envoltorios” que Christo empezó a realizar en 1959 de todo tipo de objetos, empezando con los utensilios de su taller. También se proyecta en el reverso vacío de Gijsbrecht el cuadrado negro sobre blanco de Malévich (concreción de un arte que se quiere “pura sensibilidad”, ajeno al “mundo de la voluntad y la representación”, según leemos en el manifiesto Suprematista). Por su parte, la obra del surrealista belga René Magritte no es menos deudora de las paradojas visuales de su tatarabuelo flamenco.

Podríamos llenar páginas con una larga genealogía de artistas del “no”, de la no-representación o de la contraimagen, que abarcarían las corrientes estéticas opuestas al arte representativo, numerosas variantes de iconoclasia simbólica, pero también todas aquellas filosofías opuestas a la creación de objetos u obras físicas (véase las tendencias conceptuales para las que sólo las ideas son arte, y también, a un nivel más lúdico, los abundantes “artistas sin obra” reunidos en un libro de Jean-Yves Jouannais, parientes cercanos de los Bartlebys de Enrique Vila-Matas).

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Marcel Duchamp. “Fresh widow” 1920 (MOMA)

¿Fue Gijsbrecht un moderno avant la lettre? ¿Fue su broma inteligente la primera boutade dadaísta? Es tentador pero anacrónico atribuirle intenciones ajenas a su contexto histórico. De hecho, no fue una rara avis en el seno de la pintura flamenca del siglo XVII, siendo la centuria barroca tan dada a los juegos ópticos y los trampantojos. Sin embargo, Gijsbrecht dio a la exploración metaartística entonces en boga (exploración sobre los límites de la representación) otro giro de manivela capaz de hacer saltar los tornillos de la estructura mental de su época. Y esa valiosa quincalla que el pintor nórdico esparció sin ser consciente de ello no sería recogida hasta tres siglos después.

En su ensayo La invención del cuadro, Victor Stoichita culmina su magnífica andadura por el arte barroco de los Países Bajos comentando el reverso del cuadro de Gijsbrecht, el trampantojo más minimalista del setecientos. Esta obra supuso la consumación de un siglo fascinado con todo tipo de reflexiones metapictóricas e intertextuales; una época entregada a los engaños visuales, las representaciones desdobladas, las puestas en abismo… Tras la lectura de este libro caemos en la cuenta de que quizás, más que colgar a Gijsbrecht la etiqueta de “primer moderno”, deberíamos reconsiderar si la modernidad fue tan rupturista como habíamos creído, porque el arte tautológico (el arte como un repensarse a sí mismo) existió mucho antes de que llegasen las “vanguardias”.

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René Magritte, Les Charmes du Paysage, 1928

Lo que es innegable es el carácter sintomático de la obra de Gijsbrecht: la rotunda afirmación del cuadro como objeto de ficción que el artista flamenco propone adquiere la espesura de un presagio. Lo que presagia sin sospecharlo es el discurso interminable del fin del arte que tendrá lugar trescientos años después, la ruptura definitiva con la tradición mimética y la apología del punto cero o tabula rasa tantas veces proclamados.

En el periodo barroco, en sintonía con el gusto coetáneo por las paradojas pictóricas, proliferaron los tratados filosóficos sobre la nada. Elogiar la nada es, desde el propio postulado, practicar la paradoja: si se discurre sobre “nada” es porque esa “nada” es “algo”, observa Stoichita. También Gijsbrecht convertía la nada en algo al representar la nada del reverso en el anverso. E incluso, acentuaba el efecto de ausencia de imagen al engañar al espectador para que girara el cuadro en busca de una imagen y se encontrara con una segunda nada, no ya representada sino real.

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Ad Reinhardt. Black Paintings (1963)

Cuando Malevich rebobinó la historia de la pintura hasta su grado cero con Cuadrado negro sobre fondo blanco (1915), pretendía minimizar la materialidad aparente del lienzo y de los pigmentos a fin de conceder al espectador una “visión” ilimitada. En cierto modo, tomó el camino inverso a Gijsbrecht: mientras éste había desnudado la pintura de todo menos del soporte, enfatizando con ello su matriz objetual, Malevich quiere despojarla de su condición de objeto. La “nada” que busca es mística: el monocromo negro es para él la noche oscura, éxtasis para el alma del esteta.

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Endre Tót, “Zeros make me calm” 1971

El monocromo negro fue perdiendo grosor a lo largo del siglo XX. Dejó de ser una ventana abierta al infinito, y casi podemos considerar las pinturas negras de Ad Reinhardt como un canto de cisne o réquiem a la espiritualidad de la abstracción.

En la década de 1960, el movimiento Fluxus flirteó a menudo con la estética de la negatividad, el silencio y la contraimagen. John Cage es el primer nombre que nos viene en mente cuando pensamos en una sala de conciertos donde los instrumentos callan y el sonido emana de los ruidos azarosos procedentes de la platea. Pero sería otro artista vinculado al grupo, Endre Tót, quien haría del cero la piedra angular de su arquitectura creativa. En su caso, la apuesta por la nulidad argumentativa era indisociable de las dificultades que encontró en su Hungría natal para desarrollar su actividad artística en los años más represivos del régimen comunista. Sus tipografías (renglones de ceros) fueron cubriendo todo tipo de superficies: desde tarjetas postales (mail art) hasta grandes instalaciones, libros y pancartas.

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Santiago Sierra. “No, Global Tour” 2009-2011

Dichas protestas callejeras con el cero como lema nos recuerdan otra ruta (esta vez por autopista), la que realizó Santiago Sierra con un camión que cargaba un rotundo “No” (No, Global tour). Era una escultura negra, resuelta con tipografía sencilla con la intención de que su aspecto neutro absorbiera distintos matices del “no” según los lugares por los que pasaba (barrios de extrarradio, zonas fabriles, núcleos urbanos…) Visibilizar la negatividad que nos rodea (prohibiciones, abusos laborales…)  Sierra esgrime el “no” como disenso frente a la negatividad imperante (prohibiciones, abusos laborales…) que ese mismo “no” visibiliza.

La ausencia de canales para la libre expresión que Tót denunciaba en los años setenta con su nihilismo sardónico tiene hoy su contraparte en la bruma informativa que genera la verborrea e iconorrea de las plataformas comunicacionales. El anhelo de la nada viene ahora auspiciada por la náusea que produce la sobredosis de imágenes.

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Pablo Bellot, “Negro sobre Blanco-Acto de comunicación n41”, ganador de la VIII Beca de Investigación y Producción Artística de Rambleta 2021

La obra de Pablo Bellot es paradigmática de este giro, sobre todo su último proyecto, que estos días puede visitarse en La Rambleta de Valencia. Los grandes lienzos de la exposición Negro sobre blanco. Acto de comunicación N41 no son deudores ni de la literalidad plana de la abstracción minimalista ni de la mística suprematista. Los extensos campos negros sobre blanco son en este caso el resultado de la superposición de letras sobre letras, un palimpsesto formado por frases extraídas de temas de míticas bandas punk españolas. Como los mensajes cifrados que en tiempos de guerra circulaban ocultos en las superficies más insospechadas, también en estas telas pintadas solo los “iniciados” (en la música que achispó el espíritu subversivo de una generación) podrán “leer” las letras encriptadas bajo las manchas de tinta. Pero más que un guiño generacional, lo que Bellot pretende es reactivar poéticamente la carga revulsiva de la contracultura, proyectándolo en un presente anestesiado por el exceso de ruido informacional. La nada aparente del negro es un remanso en el que poder descansar la vista, pero también es un velo tras el que se oculta una gramática combativa que, a modo de monstruo dormido, puede despertar en cualquier momento.

En “El nacimiento del cuadro”, Stoichita esgrimía con brillantez su tesis de que la pintura cobró conciencia de sí misma en el siglo XVII como resultado de los estallidos iconoclastas que se sucedieron a lo largo de la centuria precedente. Gijsbrecht no hubiera llegado a representar la nada desnuda del reverso de un cuadro si no le hubiera tocado vivir en las horas postreras del tira y afloja entre reformistas e iconódulos, entre el blanqueamiento de las paredes de las iglesias luteranas y la sobreabundancia de imágenes fuera de ellas.

En la “era de la imagen”, el tira y afloja entre la negación de las imágenes y su exacerbación, entre su rechazo como simulacros y su revaloración como portadoras de verdades no verbalizables, no es menor que en tiempos de Lutero. El poder de las imágenes sigue generando reflexiones dicotómicas, que para el arte son a la postre sumamente fructíferas, como lo fueron tras los debates teológicos de antaño.

Anna Adell

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