“Un hueco horroroso, inmenso”, exclamaba un periodista de Le Figaro ante el aspecto desolado de la pared del Louvre donde semanas antes había colgado La Mona Lisa. Tras el robo, las visitas al museo se incrementaron de tal modo que los diarios ironizaban sobre ello: “a algunas personas les gustan las obras de arte por sí mismas, a otras por el lugar que ocupan”, lucía un titular.
Aquel carpintero italiano que, una mañana veraniega de 1911, descolgó La Gioconda del museo parisino, y liberándola del marco, escondió la tablilla bajo su bata blanca de operario, se convertiría (sin quererlo si saberlo) en algo así como el primer artista conceptual.
No por el acto vandálico en sí, aunque Marinetti exhortara por entonces a quemar museos y bibliotecas, sino porque después del robo las relaciones entre la pintura y el marco, entre el objeto y el lugar, no dejarían de ser problemáticas. Los cuadros empiezan a liberarse de sus marcos.
Es una de las tesis que el psicoanalista Darian Leader desarrolla al vincular el vacío negro que el cuadro deja en la pared (incentivando su ausencia un caudal de visitas superior al que incentivaba su presencia) con una nueva forma de entender el arte, como “vacío” sublimado. Recordemos que sólo dos años después Malevich realizaría su célebre cuadrado negro sobre blanco.
La desaparición de la pintura de Leonardo, además, engendró la dispersión de su imagen, reproduciéndose en periódicos, películas, caricaturas… Paralelamente, “al perder el ancla que su marco simbolizaba”, cobró intensidad el arte de la reapropiación, de modo que el célebre retrato empezó a aparecer en pinturas coetáneas a modo de “cita”, una práctica que aún hoy perdura.
Casi podríamos decir que sucedió un fenómeno dual, de desacralización de la obra (al inspirar tantas versiones) y de sublimación de su espectro.
Alexandra Laudo toma este ensayo de Leader (El robo de la Mona Lisa: lo que el arte nos impide ver) como punto de partida para un sugerente comisariado con piezas de la colección de CaixaForum y de otras procedencias. Una cierta oscuridad expresa la trama de tensiones que el arte del siglo XX y XXI ha desplegado entre marco y obra, contenido y continente, entre lo que la obra muestra y lo que esconde, a la vez que nos mueve a analizar la pulsión escópica del espectador.
Por un lado, ejercicios plásticos sobre los límites de la representación (Perejaume, José Maldonado) plantean la conversión del cuadro como ventana del mundo (modelo renacentista) en superficie “ciega”, sin interior ni exterior, engañosa, o que oscila entre la aparente literalidad del soporte y un proceso de abstracción que ofrece modos de visión alternativos al ocularcentrista.
Por otro, vemos obras que juegan al escondite, como el dibujo de Alicia oculto por las hojas arrancadas de la novela de Lewis Carroll, doradas para subrayar la esencia atemporal de la imaginación (Tim Rollins y K.O.S.); otras nos animan a completar la imagen desde la veladura y el fragmento (Los continentes sumergidos de Juan Francisco Isidro), e incluso las hay que son en sí mismas envoltorio, como los “wrappings” de Christo y Jeanne Claude (aquí representados con sus bocetos para envolver el Monumento a Colón).
Nos encontramos después con piezas que tienen algo de elegía o canto fúnebre a tecnologías en desuso, al tiempo que al concederle al aparato obsoleto un último suspiro nos descubren la esencia del fenómeno cinematográfico (véanse los haces de luz de los proyectores sin diapositivas de Pedro Torres). Esencialidad lumínica es sinónimo de desaparición, como mostró Hiroshi Sugimoto con su serie fotográfica en la que haciendo coincidir el tiempo de exposición a la duración de la película dejaba las pantallas en blanco.
Estas fotos las realizó en teatros reconvertidos en salas de cine, abriendo interrogantes sobre los cambios perceptivos que van operándose con cada nueva tecnología. Este tema siempre preocupó a Godard, quien afirmaba que el cine es memoria tanto como la televisión es olvido, pensamiento que impregna su film experimental Elegio del amor (2004), del que la exposición recoge una breve escena.
Las acciones vandálicas contra obras y monumentos suelen empezar con los ojos: primero las desarman, argumenta Leader, para evitar el mal de ojo. Sufrimos una especie de temor arcaico hacia los ojos que no ven, como los retratos, un tema del que la literatura gótica extrajo buenos frutos.
Examinando los movimientos anticlericales españoles de principios del siglo pasado, Pedro G. Romero también da cuenta de ello: en Archivo F.X. vincula acciones iconoclastas (contra imágenes sagradas) con la iconoclasia conceptual en las vanguardias artísticas. Una de las entradas de su tesauro, “les yeux”, se acompaña de una foto de la escultura de San Bruno con los ojos arrancados. Junto a ella, podemos leer algunos párrafos impresos de su ensayo En el ojo de la batalla (el título es un guiño a Georges Bataille, para quien el ojo fue tropos donde sexo y ritual sacrílego se abisman en los márgenes de lo representable).
Laudo no olvida aquellos artistas que dirigieron el impulso iconoclasta, destructivo, contra sus propias creaciones. La exposición sólo recoge un flyer anunciando una muestra colectiva (Works to be destroyed 1977, Nueva York), pero con ello recordamos el ambiente neoyorquino de los años sesenta, desde el Arte Autodestructivo propuesto por Gustav Metzger para evadir la mercantilización y la momificación museográfica de sus obras hasta todas los modalidades de anti-arte o arte efímero que vendrían después.
En la era de internet y del hastío visual elevado a su enésima potencia, la iconoclasia auto-infligida es casi cuestión de supervivencia, nos viene a decir la “huelga visual” de Ira Lombardía.
Otro modo de burlar la insidiosa industria del arte es optar por el silencio. Duchamp abandonó (o mejor, hizo ver que abandonaba) el arte para dedicarse al ajedrez. La creación en silencio exime de los juicios del público y de la verborrea del teórico.
Pero el silencio no existe. De modo similar a cómo la Gioconda ausente proyectó una trama de conjeturas sobre el espacio vacío, el silencio de Duchamp amplió la gama de interrogantes.
En el catálogo de la exposición, Laudo rescata las reflexiones duchampianas sobre el acto de crear (el arte es la brecha entre la idea y su materialización) para ponerlo en relación con la película Le quatrieme mur de Pol González Novell. En la muestra de CaixaForum, la obra de Pol se desdobla en su propio negativo: nos la encontramos primero en su versión definitiva, y después, al final del recorrido, semi-oculta, la descubrimos de nuevo, con la misma duración pero mostrando sólo las tomas que habían sido desechadas.
Aquello que se pierde por el camino, como una toma desechada, ¿es también arte? ¿es parte latente de la obra? Duchamp plantea que sí, que de algún modo el arte comprende también aquello que está más allá del lenguaje, evadiendo la representación.
Similar pregunta se hace Darian Leader acerca de la tablilla de Leonardo mientras Vicenzo Peruggia la tuvo escondida en un baúl: ¿cambió el status artístico de la obra mientras desapareció? Ciertamente no, el arte no tiene porqué ser visible.
Cierra la exposición una fotografía de Martin Parr en la que el “sfumato” de la Gioconda se “esfuma” tras las múltiples pantallas de móvil que hoy suplen nuestros ojos.
Sólo lo que está oculto se nos revela. La experiencia artística precisaría “una cierta oscuridad” para recuperar su esencia reveladora. De ello va esta exposición, que además con sus “puntos de fuga” se escapa del marco museístico y se escabulle por la ciudad, invitándonos a adoptar el papel de detectives de guantes blancos o rastreadores de oscuros desvanes.
Anna Adell
Una cierta oscuridad, CaixaForum, Barcelona
comisaria: Alexandra Laudo
hasta el 5 de enero de 2019