Darwin consideraba que exteriorizar las emociones era algo impropio de los hombres “civilizados”, siendo el llanto identificativo de personalidades débiles, esto es, mujeres con tendencia histérica, niños y ancianos seniles, amén de los pueblos “primitivos”.
Pero, curiosamente, a pesar de su obcecación andro y eurocéntrica, con su estudio de la transmisión filogenética de conductas y expresiones Darwin influyó a un pensador que habría de revolucionar el modo de leer las imágenes y abordar la historia del arte, Aby Warburg.
Warburg se definía a sí mismo psico-historiador porque descubría en las imágenes “patologías del tiempo”, impresiones emotivas configurando un sustrato común en el transcurrir de los siglos. Discernía gestos “patéticos” muy antiguos, “fórmulas del pathos” (pathosformel) migrando y transformándose con el tiempo.
La exposición Poéticas de la emoción en CaixaForum Barcelona rastrea la huella del pathos en expresiones artísticas de distintas épocas. Comisariada por Érika Goyarrola, reúne piezas religiosas y manifestaciones artísticas contemporáneas, poniendo el énfasis en las latencias actuales de residuos anímicos inmemoriales.
El recorrido nos descubre las polaridades existentes entre el padecer y el actuar, entre el tormento interior y la pasión colectiva. Así, del cuerpo individual como contenedor sísmico de la emoción, pasaremos a la conversión del llanto privado en gesto político, de la alegría individual al evento festivo. Por su parte, la arquitectura y el paisaje se verán “afectados” por los afectos.
Los plañideros y plañideras representados en monumentos funerarios de la Alta Edad Media prefiguran expresiones de duelo cuyas reminiscencias siguen latiendo hoy en lenguajes tan dispares como el videoarte de Bill Viola y el fotoperiodismo de Enric Folgosa. El dolor codificado mediante gestos desmesurados como tirarse de los cabellos o arañarse el rostro nos enfrenta al encuentro paradójico entre la convención del gesto y la autenticidad del sentimiento.
Pero no hay contradicción porque la coreografía de las pasiones no deja de ser lenguaje, un medio para comunicar con el cuerpo, por lo que sus códigos preestablecidos no le restan sinceridad.
Ello no quita que artistas interesados en las construcciones del Yo y sus falacias hayan sabido caricaturizar los amaneramientos ligados a ciertas situaciones o estereotipos, por ejemplo los asociados a la mujer y al temperamento melancólico del artista.
Esther Ferrer, en Extrañeza, dolor y un largo etc (2013), muda con histrionismo su rostro apergaminado mostrando un amplio espectro de padecimientos, lo que nos recuerda el comentario de Darwin sobre las ancianas seniles.
El autorretrato fotográfico y en vídeo con fines paródicos también fue explorado por Bas Jan Ader, quien en I’m too sad to tell you (1971) llora desconsolado ante la cámara. No sabemos porqué, está “demasiado triste” para contárnoslo”. No fue este ni el primero ni el último gesto melodramático que este peculiar artista elevó a categoría estética.
Pipilotti Rist también usa el humor como herramienta subversiva. En una pieza con estética de vídeoclip mal sintonizado (I’m the girl you misses much) repite a modo de mantra acelerado una estrofa de un tema de los Beatles. Gesto y voz se distorsionan hasta devenir puro chillido en un cuerpo descoyuntado. El escote grotesco y el descontrol de los movimientos la asemejan a una muñeca hinchable en trance.
Para Rist la pantomima histérica es una forma de resistencia, casi un exorcismo, una explosión de placer. Algo similar le ocurre a la cantante de Turbulent (1998), pieza de vídeo de Shirin Neshat. Ante un auditorio vacío la mujer improvisa un canto extático, borbotea sonidos guturales. En la pantalla adyacente un hombre entona una melodía tradicional sufí ante un auditorio lleno.
La cantante está poseída por un torbellino interior que la lleva a romper con los cánones de la música persa y la ley islámica que prohíbe a la mujer iraní entrar en los teatros y cantar en público.
En su origen etimológico, “e-moción” viene a significar movimiento hacia fuera. Toda emoción se enquista si no fluye hacia el exterior. Ello se hace patente en el gesto de rebeldía que coreografía Neshat o en las madres (versión pagana de las Dolorosas) que del lamento por la muerte del hijo pasan a alzar sus puños (Julio González), engrosando la herencia de arquetipos del pueblo en armas.
Pero si hacemos caso a Spinoza no es la tristeza sino la alegría la que nos cohesiona y hace libres, porque la potencia de acción se ve en ella aumentada. Cuando Iván Argote crea espacios efímeros de comunidad en lugares de tránsito como un ascensor del metro (Birthday) de algún modo hace suya la petición de Guy Debord: “crear ambientes momentáneos de vida para alcanzar una calidad pasional superior”.
El duende encarnado en el baile gitano (Colita) comparte con las raves en la Inglaterra de Thatcher (Jeremy Deller) un sentimiento de grupo que desde lo marginal aúna celebración y disentimiento. Al invitar a una banda de música a interpretar un tema de acid house, Deller asocia una contracultura nacida de las ruinas industriales con la lucha sindical precedente. La euforia del éxtasis en las naves destartaladas y el arraigo de las bandas tradicionales en la comunidad obrera comparten una misma genealogía.
El deseo emerge cuando el “apetito” (en cuerpo y alma) se hace consciente, y es tan fuerte como débil es la tristeza y el miedo, de fácil manipulación éstos por parte de sacerdotes y gobernantes, escribía Spinoza. La pintura barroca, al servicio eclesiástico, lo supo aprovechar desplegando una dramaturgia del sufrimiento sin precedentes.
La iconografía del martirio, desprovista de sus fines adoctrinantes, ha servido a artistas como Gina Pane para despertarnos de la anestesia mental. Los estigmas infringidos en su propio cuerpo son testimonio de violencia, bélica o de género (Psyche Action).
Finalmente, cuando la emoción se proyecta en el espacio, cuando el universo pasional difumina los límites del sujeto, pueden ocurrir fenómenos dispares. Las arquitecturas ruinosas en las que se fotografiaba Francesca Woodman, mimetizándose su piel con los desconchados de las paredes, nos remiten al “instinto de abandono” sobre el que se interrogaba Roger Callois al estudiar el mimetismo psicótico con el entorno que sufren algunos enfermos (psicastenia).
La impresión emocional sobre el espacio es casi opuesta en Carla Andrade. En sus paisajes blancos la forma no tiene asidero y la realidad es velo, es engaño. Geometría de ecos (2013) expresa un tiempo sin tránsito y un vacío lleno de potencia de ser.
Aristóteles concedía especial atención al pathos para empatizar con el público en el arte de la retórica. Sin pathos el arte de la persuasión se queda cojo, nos venía a decir. A lo largo de la Historia se ha abusado del manejo de las emociones ajenas, pero paradójicamente han sido minusvaloradas durante siglos (la pasión es una enfermedad del alma, afirmaba Kant). Ahora que las resonancias magnéticas confirman las intuiciones de Spinoza, no deja de sorprender que necesitemos ver el cerebro por dentro para aceptar que sin las “razones del cuerpo”, como bien sabía Pascal, no puede haber conocimiento.
Anna Adell
Poéticas de la emoción parte de la Colección “la Caixa” de Arte Contemporáneo y cuenta con la colaboración del Museu Nacional d’Art de Catalunya, MNAC.
Organizado y producido por “La Caixa”
Comisaria: Érika Goyarrola
en CaixaForum, Barcelona
Hasta el 19 de mayo 2019
Otros artistas incluídos en la muestra: Ramón Padró Pijoan, Manolo Millares, Darío de Regoyos, Perejaume, Günter Förg, Joan Miró