Al protagonista de la novela “El arco iris de gravedad”, de Thomas Pynchon, ser paranoico le da fuelle para seguir adelante, le permite seguir enlazando en su psique enferma un acontecimiento con otro. Pero la paranoia, explica el narrador, funciona por ciclos: llega un momento en que Slothrop se desliza por la parte antiparanoica de su ciclo, “donde nada está conectado con nada, condición que muchos de nosotros no podemos soportar por largo tiempo”. Ello le ocurre cuando entra en la “Zona”, esto es, la tierra de nadie en que se ha convertido la Alemania de posguerra, donde los supervivientes de antiguos campos de concentración y esclavos de fábricas subterráneas ocupan ciudades fantasmas, se refugian en casas sin techos, se acurrucan en los cráteres de las bombas. Estudios de cine abandonados, multitud de desplazados zombies, espías rusos y empresarios americanos disputándose a ingenieros nazis.
La Zona es un interregno físico y mental, un estado de excepción del que se lucrarán las potencias del nuevo orden. La célebre frase de Dorothy en “El mago de Oz” abre este capítulo del libro: “Toto, tengo la sensación de que ya no estamos en Kansas”. El mundo lisérgico ya desplegado en los capítulos anteriores penetra a estratos más profundos, de los que Slothrop no volverá a emerger a pesar de sus dotes camaleónicas. Demasiados magos, demasiadas cortinas. Él no es el único paranoico. Se cruza con infinidad de ellos: “¿Qué ocurre cuando un paranoico se encuentra con otro paranoico? Un cruce de solipsismos. Las dos formas crean una tercera: un moiré, un nuevo mundo de sombras que fluyen, interferencias”.
Ahora el mundo parece una gran Zona a lo Pynchon, un interregno geopolítico y psíquico que en sus albores ha propiciado teorías conspiranoicas y paranoias de toda índole. Al principio, se extendió un velo mediático de efecto moiré por el cruce de literatura postapocalíptica y proclamas mesiánicas de los últimos gurús acerca de lo que vendrá. Pero las cifras in crescendo han hecho bajar el volumen de tanto solipsismo, reducido ahora a un uniforme ruido blanco. Cuando la realidad se impone, la lírica no está a la altura. Lo que parece claro es que el viejo orden se derrumba, ¿será menos atroz el venidero? Los falsos magos siguen agazapados tras las cortinas ansiando transmutar en oro la carroña.
La pandemia ha obligado a transformar las ciudades en no-lugares, en espacios supeditados al tránsito veloz y al gesto mudo del comercio. Altavoces en los supermercados llaman a la calma, a “racionalizar el miedo”. La calle muta en vía rápida y nosotros en gentes de umbral. Incluso el hogar, en cierto modo, se ha convertido en no-lugar, en salas de espera.
Victor Turner, antropólogo del umbral, llamó “communitas” a los habitantes del estado liminal, un estado transitorio entre dos estructuras sociales. En la liminalidad el ser suele quedar despojado de estatus, de orgullo de posición, de autonomía… El individuo pierde los contornos de su identidad diferenciada para amoldarse a la condición uniforme de la “communitas”, y desde esos márgenes de lo social volver a conformar una estructura renovada. El potencial renovador de la “communitas” radica en su transitoriedad e inmediatez.
La ausencia de autonomía y de libertad de acción que estos días nos nivela (relativamente, claro) en nuestro confinamiento, así como la sensación de vivir en un estado intersticial entre una estructura fallida y otra por forjar, confiere a este momento un valor casi sagrado. En la liminalidad se da una condición propicia para el arte, el ritual y el pensamiento. En los estudios etnológicos, la criatura liminal es considerada, por regla general, contaminante y peligrosa. Ahora que todos y todas somos potencialmente enfermos y apestosos, también seremos sanamente peligrosos si nos negamos a regresar sin más a un mundo de cuerpos cronometrados e inercias vegetativas.