Si consideramos el cabello como desplazamiento psíquico del vello púbico (véase el estudio de Charles Berg El significado inconsciente del pelo), se abre todo un arsenal de referencias sexuales según tipo de corte, tonsura, longitud, rizo, color… que conducen a ecuaciones simplistas del tipo rasurado=celibato o castración; larga melena roja=vulva ardiente.
La historia del arte secunda estos desplazamientos simbólicos inmortalizándolos en iconos, como la pérfida Lilith peinando su cabellera pelirroja (el óleo de Rossetti), tema voyeurístico por excelencia de la “mujer en el tocador”, que desde Bellini o Tiziano hasta Degas nos brinda la evolución de los tocados como emblemas de recato, pureza o coquetería en cada caso.
Marina Abramovic, con su acción Art must be beautiful, enfatizando la agresión intrínseca en el gesto de peinarse, liberó de algún modo a todas estas narcisas de la repetición compulsiva a la que la libido masculina, pincel en mano, las había condenado.
En Loving Care (1994), Janine Antoni llevó la transgresión más lejos al usar su propio cabello como brocha, remojándolo en tinte para cubrir canas, ridiculizando con su fregado de suelo la hombría eyaculante de Pollock y las mujeres-pincel de Yves Klein. A la par que subrayaba el aspecto alienante de los rituales de belleza y cuidado del hogar señalaba el androcentrismo que rige el arte moderno.
Pero el acto de rebeldía fundacional cabe buscarlo varios siglos atrás: en la leyenda de Santa Librada, aquella joven que convenció a Dios para que la convirtiera en un ser repulsivo a fin de ser rechazada por el pretendiente con quien querían casarla. Mujer peluda por convicción y martirizada por ello, convertida hoy en icono queer, madre espiritual de aquellxs que reniegan del binarismo de género.
El hirsutismo femenino o la depilación masculina como modos de subvertir patrones heredados adquieren distintos significados que oscilan entre lo ilusorio y lo mágico, entre la parodia y el toque mórbido: Ana Mendieta comparó su Fail hair transplant (1972) con el gesto duchampiano de poner barba y bigote a la Mona Lisa; Vito Acconci, en Conversions (1970) se quemaba los pelos con velas encendidas al tiempo que ocultaba sus genitales en la entrepierna como parte de un proceso en el que el cuerpo es lienzo plástico, maleable (“quería ser un dispositivo que hiciera lo que no puedo hacer”); Itziar Okariz decía que sus prótesis en body building (1992) debían entenderse de modo similar a la barba postiza que los faraones se ponían para mimetizarse con Osiris.
La barba es atributo de poder patriarcal también cuando Lilibeth Cuenca Rasmussen se reencarna en un señor de la guerra (en Afghan Hound, 2011). Pero en este mismo performance la cabellera se metamorfosea asimismo en burka y kaftan, en marcador de género, etnia, estatus o estigma social: niñas obligadas a crecer como niños, niños forzados a prostituirse como lady boys… El cabello como signo de restricciones sexuales o identidades transgénero por imposición.
La progresiva pérdida de vello corporal supuso para el Homo Sapiens el ingreso en el proceso civilizatorio y el alejamiento del reino animal. La nostalgia ante esa escisión, el desamparo ante la pérdida de ese elemento piloso que nos daba calor y vigor, ha sido expresada por artistas como Okariz, cuando se cosió pelos en la mano aunando costura femenina, juego infantil y rito. O cuando Jana Sterbak devolvía a la ropa nuestra naturaleza velluda original, protectora, una segunda piel que a su vez se enriquece de un poder transmutativo: vestir el cuerpo de otro, hombre o mujer, de modo casi eucarístico.
De modo más (literalmente) visceral nos recordaba Helen Chadwick nuestra naturaleza animal en Loop my loop, cabello rubio trenzado con intestinos porcinos; pureza externa y desbordamiento interior, belleza y repulsión.
El crecimiento del cabello lleva impreso el paso del tiempo. Cortarlo implica deshacerse de una parte de nuestra historia, puede ser un acto deliberado de olvido, un pasar página. Frida Kalho nos legó el mejor ejemplo al autorretratarse con traje de hombre y el cabello recién cortado, aún flotando los mechones a su alrededor, y las tijeras en la mano, algo así como símbolo del martirio en esta especie de exvoto invertido, pues más que agradecer un favor es una declaración de intenciones.
La estrofa que preside el cuadro, “Mira que si te quise fue por el pelo; ahora que estás pelona ya no te quiero” sazona de humor despechado su decisión (tras separarse de Diego Rivera) de independizarse de la batuta masculina, liberándose de los cánones de feminidad.
El cabello como memoria compartida, con distintos ritmos de crecimiento pero en vidas procedentes de una misma raíz. En Dualitat (2003), las artistas gemelas de Art al Quadrat unen sus cabelleras en una sola trenza y llevan vestuario que las hace siamesas enredándolas en coreografías pautadas por ritmos de arrastre e interdependencia. El guiño a Relation in time (1977) de Abramovic y Ulay es evidente pero lo de las gemelas es más ejercicio de duelo que prueba de resistencia. El colofón es romper el vínculo para fortalecer la raíz, orear lastres familiares. Corte, dolor y regeneración.
Los pelos flotando en la bañera y cubriendo los cuerpos desnudos funcionaban como “tercer contacto” (Third contact, 1994) entre Zhang Huan recién rasurado y Ma Liuming luciendo su larga cabellera tras maquillarse el rostro. Las fotografías del performance documentan polaridades compensatorias, un completarse a uno mismo a través del reflejo especular del otro.
Hay quien se afeita la cabeza para purgar una falta, para ofrendar un voto de obediencia o castidad…, pero también puede responder a una actitud punk. La cabeza rapada de Okariz con el trazado de un mapamundi (variations sur la même t’aime) posee una actitud contestataria al tiempo que incide en el papel del arte como actividad cerebral, en cierto modo siguiendo a Duchamp y su tonsure, aquella foto mítica en la que muestra su cogote rasurado con una estrella. El juego de palabras, en ambos casos, añade capas de sentido: etoile, estrella en francés, suena como “a toile”, “sobre tela”. El arte reducido a idea, máxima duchampiana.
También a Gabriel Pericàs le gusta jugar con el doble sentido, racionalizar lo anecdótico y, sobre todo, reducir imágenes de deseo a pura abstracción desensualizada. El detonante de Cabello y vello púbico unidos por un nudo Hunter (2010) fue la visión casual de una chica sentada de tal modo que su largo cabello “enroscado en un tirabuzón muy suave” (…) “bajaba tapando uno de sus pechos para acabar debajo de su ombligo atrapado entre sus piernas”. La atracción fetichista es después depurada mediante una ecuación mínima que pretende visualizar “la unión entre el intelecto y la sexualidad”. La experiencia subjetiva, el impulso irracional, viene a ser redimida mediante el distanciamiento conceptual llevado al absurdo.
Anna Adell