En De humani corporis fabrica, Vesalio dedicó siete tomos a la defensa de la disección ante una sociedad aún arraigada a la concepción medieval del cuerpo como creación divina. Penetrar en los secretos de la carne, aunque fuera con fines médicos, tenía algo de sacrílego. Los grabados de este tratado de anatomía delatan la dificultad de este cambio de mentalidad: los desollados no son solo residuo inerme; sufren y piensan en el destino al que la ciencia los condena.
Es curioso que cinco siglo más tarde los artistas recuperen de algún modo la vena melancólica de aquellas láminas, indagando en el poso traumático de las escisiones que cuerpo y alma han ido sufriendo en subsiguientes revoluciones tecnológicas, desde el dualismo cartesiano hasta la desmaterialización del cuerpo en el entorno digital.
Para Descartes el cuerpo era puro accesorio mecánico, idea que los avances en cibernética han retomado al considerarlo carcasa obsoleta y reemplazable. En contrapartida, muchos artistas han ido reivindicando el envoltorio carnal descalificado primero por la religión y después por la ciencia.
Desolladas pero bellas, con vísceras entrelazadas en fina labor de filigrana. Así son las adolescentes que pinta Aleksandra Waliszewska. Algunas se quitan la piel como si de un abrigo se tratara. No sufren demasiado, parecen mudas dérmicas, momentos de tránsito en identidades prófugas condenadas a residir en un limbo eterno. Dice inspirarse en la representación de los condenados de los retablos medievales, y ciertamente reconocemos la influencia plástica de los primitivos flamencos, su crudeza naïff.
En las antípodas de este tenebrismo neo-gótico, las musas de Fernando Vicente exhiben sus vísceras con la elegancia propia de un mujer Vogue vintage. La ironía asoma en estas Vanitas modernas, como en la de aquella hermosa fumadora que luce sus pulmones cual textura de encajes sobre el vestido de noche. Posan en actitudes soñadoras, lánguidas o provocativas, recortadas sobre tondos turquesa. El frívolo glamour no resta intención reflexiva. Por el contrario, intensifica el mensaje de aquel género con el que los pintores barrocos reflexionaban sobre la vanidad, la fugacidad de los bienes terrenales, lo efímero de la belleza, el poder nivelador de la muerte.
Transgresiones carnales que Marina Vargas intensifica en una serie de esculturas marmóreas cuyo canon clásico es traicionado: lo usualmente no visible se desborda, las vísceras saliendo de los cuerpos apolíneos parecen rocalla rococó; lo abyecto se ennoblece. Pero lejos de ser ornamento, carne y sangre son la esencia del“cuerpo elemental, a decir de Paracelso. Vargas evoca la visión alquímica del hombre como ente holístico, a un tiempo instintivo, lumínico y astral (tierra, aire y cosmos; sensación, pensamiento y espíritu).
Como a Vicente, a Phoebe Gloeckner siempre le habían fascinado las láminas médicas. Cuando le encargaron ilustrar Exhibición de atrocidades de J. G.Ballard,
pudo volcar sus propias reflexiones sobre el cuerpo humano como campo de colisiones psíquicas y fisiológicas. La obsesión ballardiana por aunar sexo y medicina forense, geografía corporal y orografía suburbana, así como su escritura fragmentaria, tuvo como correlato gráfico bellas imágenes porno-médicas: secciones anatómicas de felaciones, cuerpos anidados en engranajes tubulares, puzzles formados por fragmentos subcutáneos…
Trasladó a su propio sentir femenino la reducción de lo humano a puro tejido que la piel transparenta, a agresiones (dispositivos intrauterinos, piercings internos…) que apuntan a tránsitos cyborg. El cuerpo reducido a escenografía de nervios y vasos sanguíneos, escribe Ballard, visiones esquizoides y sin embargo universales como metáforas de la incertidumbre de los contornos del ser. El sexo como única garantía de seguir viviendo, aunque sea tentando siempre la catástrofe.
Anna Adell