Allí, en la arena suave, a pocos metros de nuestros mayores, nos quedábamos tendidos la mañana entera, en un petrificado paroxismo, y aprovechábamos cada bendita grieta abierta en el espacio y el tiempo; su mano, medio oculta en la arena, se deslizaba hacia mí, sus bellos dedos morenos se acercaban cada vez más, como en sueños. Humbert Humbert (Nabokov) evoca así su despertar sexual y la nostalgia de una pureza tan escurridiza como los granos de esa arena que cobija el recuerdo de su primer amor (y único, antes de verlo reencarnado en Lolita). Pero la muerte merodea ya entre la calima, su olor dulzón preservará como lava ardiente esos fósiles de la memoria.
Lecho sensual y mortífero a partes iguales, la infinitud de la arena o el desierto como lugar de experiencias extremas, ha alimentado el imaginario erótico. Su relieve ondulante y metamórfico invita a los cuerpos a dejarse arrebozar, mimetizándose las curvas anatómicas con las orográficas en una desnudez compartida.
La aridez del paisaje desértico convierte el cortejo erótico en rito arcano o en acto primigenio. La imagen del desierto se polariza, oscilando entre la promesa y la fatalidad: lugar de reencuentro edénico a través del amor (véase la escena orgiástica en Zabriskie Point, de Antonioni) o última estación sin retorno donde el sexo es el cebo para el conformismo (La mujer de la arena, del novelista Kobo Abe).
El film de Antonini, buque insignia de la contracultura hippy, hacía del desierto el postrer reducto de libertad frente al creciente consumismo con el que la sociedad americana se evadía de sus atrocidades imperialistas en la era Vietnam.
De aquella apuesta ingenua nos quedó grabada una escena que como persistencia retiniana generacional se resiste a desaparecer: aquella en la que las parejas se multiplican paulatinamente, en la que cada beso parece engendrar otros cuerpos, cada cópula fecunda otras cópulas que terminan conquistando largas extensiones de polvo, lubricando la tierra virgen, transformando el yermo en vida.
Rodney Graham retomó esa escena y la extendió en bucle a los 108 minutos que dura la película, jugando con los tiempos, interpelando con su guitarra a la de Jerry García de la banda sonora original. En Softcore–More Solo Guitar Music for the Sex Scene (2001), el experimento de Graham enfatiza la elasticidad que adquiere el tiempo en el desierto, en el amor, en la imaginación. Tiempo cíclico e infinito, propio del mito y del sueño (fallido).
A la visión virginal del desierto, Kobo Abe opuso la metáfora del desierto como espejismo fatal, como trampa capaz de quebrantar la estructura lógica sobre la que tratamos de justificar la existencia. En La mujer de la arena, un pueblo costero vive con la constante amenaza de quedar soterrado bajo derrumbes. La playa es desierto, pues el mar no llega a verse, y tampoco las casas, escondidas en pozos de arena. A una de estas casas arrojan al protagonista, un entomólogo amateur que viajó al lugar para estudiar ciertos escarabajos. Allí lo espera una mujer, por la que irá sintiendo una mezcla de atracción y repulsión, lástima y rabia, que explosionará en escenas de sexo, desconfianza, agresión y algo parecido al cariño.
Una sensualidad fría impregna las descripciones, desde aquel primer despertar encontrando a la mujer durmiendo desnuda, toda ella enarenada excepto la cabeza (protegida por un paño de la lluvia de arena que horada el techo), como estatua forjada en oro granuloso. La hace cómplice del complot para retenerlo y obligarlo a sacar arena, pero también la sabe víctima de ese mundo absurdo.
Se ve a sí mismo atrapado en un hormiguero, arrastrado por coleópteros del desierto como ratón hambriento. Ella es planta carnívora, mantis seductora, pero también marioneta. Sus ojos de liebre, los hoyuelos que se forman en sus mejillas, los baños calientes para sacarle la arena, vencen su resistencia y su excitación lo lleva a desear arrancarse los nervios del cuerpo y enroscarlos en los muslos de ella. Los cortejos, brutales y puros, también nos recuerdan a conductas de insectos.
Hiroshi Teshigahara, en la versión fílmica de esta novela, supo traducir la plasticidad de esas epidermis carcomidas por la arena, de las gargantas obstruidas, fragmentos anatómicos que parecen examinados con lupa de entomólogo y superpuestos a las curvas del desierto, a sus derrumbes como trasunto del derrumbe psíquico. Inquietante seducción de un mundo primario a la par que apocalíptico.
Anna Adell
. .
–