Siendo aún estudiante del Royal College of Art de Londres, en el ánimo de David Hockney ya había cuajado una imagen idealizada de América como meca de libertad sexual, imagen labrada entre el arrullo de los versos de Walt Whitman y la fascinación por las revistas beefcake californianas, cuyas fotografías de atléticos efebos inspiraban las poses de sus propios modelos. En aquella época su experimentación formal debía más a los graffitis obscenos de los lavabos públicos que a los museos.
El ambiente académico distaba de aceptar muestras artísticas de homosexualidad, por lo que el subterfugio temático seguía rigiendo la presentación pública de obras susceptibles de admitir una doble lectura. Sin embargo, faltaban pocos años para que en Inglaterra se despenalizara la homosexualidad (Ley de Delitos Sexuales, 1967), tras siglos de persecución y condena al ostracismo, cuando no a la pena capital (la abolición de la pena de muerte por sodomía tuvo lugar en 1861).
Estas dos fechas sirven de marco histórico a la exposición Queer British Art celebrada estos días en la Tate Britain, que rinde homenaje a una serie de artistas cuyo único rasgo compartido es haber padecido, en mayor o menor medida (desde la mera censura de su obra hasta años de cárcel por su condición “invertida”, como se llamaba a lo que escapaba a la ortodoxia heterosexual).
Entre las víctimas de la moral victoriana, la muestra concede especial atención al caso de Oscar Wilde, colocando un retrato realizado en el momento álgido de su reconocimiento social junto a la puerta de la cárcel donde cumplió condena. El pintor prerrafaelista Simeon Solomon corrió con similar suerte, condenado también a trabajos forzados tras ser juzgado por sodomía. Ambos vieron truncada su carrera artística sin remisión.
La belleza andrógina de los modelos masculinos de Solomon contrastan con la corpulencia de las atractivas mujeres pintadas por la feminista Evelyn De Morgan, uno y otro hábiles para burlar la censura con alegorías libremente inspiradas en épicas medievales o mitos griegos.
Los cuadros expuestos también parecen invitar al espectador a interrogarse sobre su propia mirada, sobre los velos culturales que condicionan su juicio, los prejuicios de su propia época: el tabú actual sobre la pedofilia, por ejemplo, afecta la contemplación de los bañistas púberes de Henry Scott Tuke. La sensualidad que rezuman, con la luz vibrátil tamborileando sobre sus nalgas, era probablemente vista con menos velos entonces que ahora.
La censura y los tabúes tienden a interiorizarse, y la mirada es cada vez más suspicaz y pringada de escrúpulos inconscientes.
También en Duncan Grant, cuyo espíritu epicúreo congeniaba con el amor libre abanderado por el grupo de Bloomsbury al que pertenecía, hacía confluir naturaleza u homoerotismo en sus pinturas de corte fauvista.
La comunión con la naturaleza, el nudismo, la fraternidad viril… eran asimismo aspectos que hilvanaban las disertaciones de Edward Carpenter sobre la homosexualidad. En sus escritos trató de naturalizar la atracción hacia personas del mismo sexo, y analizando temperamentos e inclinaciones justificó la necesidad de añadir un “sexo intermedio” al binarismo imperante. Recurrió a épocas y personajes históricos como Platón o Miguel Ángel para defender no sólo la legitimidad del uranismo sino, en ciertos casos, sus ventajas.
Su contribución más revolucionaria fue creer y demostrarse a sí mismo (tomando por compañero de vida a un hombre de clase obrera) que el amor no heterosexual tenía el potencial para subvertir las jerarquías sociales y alcanzar una democracia verdadera.
Mientras Carpenter teorizaba sobre el sexo intermedio, en otros países también arreció la lucha por despenalizar lo que hasta entonces se consideraba pura depravación. De hecho, fue el vienés Karl-Maria Kertbeny quien, a fin de desproveerlo de toda carga peyorativa, acuñó el término homosexualidad.
Activistas, médicos, reformadores, psicólogos, escritores… contribuyeron a que la homosexualidad acabara despenalizándose en toda Europa.
En cuanto a las mujeres, dado que en el periodo tratado en la exposición el lugar que se les permitía tener en el arte era casi nulo, hay pocas artistas representadas. Sólo algunas aristócratas, atrincheradas tras seudónimo, como la pintora lesbiana Gluck (Hannah Gluckstein), pudieron burlar los roles de género y las normas de comportamiento impuestas a su clase. O la autora de literatura fantástica Vernon Lee (alter ego de Violet Paget), feminista y osada al vivir de un modo consecuente con sus ideas. La Tate nos muestra el retrato que le realizara John Singer Sargent.
Pero la artista realmente rupturista, avanzándose por décadas al arte feminista y conceptual de los años sesenta, fue la francesa Claude Cahun (alias de Lucy Schwob). Su inclusión en la exposición queda relativamente justificada por residir en la última etapa de su vida en la isla de Jersey, y por la influencia en su visión de la androginia de los estudios del médico inglés Havelock Ellis sobre el entonces llamado “tercer género”.
Deconstruyó los estereotipos socioculturales que intervienen en la elaboración de la identidad sexual mediante autorretratos fotográficos en los que echaba mano del travestismo para forjar una estética deliberadamente esquiva. También sus objetos de raigambre surrealista, de cariz mágico o telúrico, apuntan hacia la androginia, simbolizando infinitas recombinaciones entre lo fálico y lo femenino. Baraja las cartas, nos dice en “Disavowals”: ¿Masculino? ¿Femenino? Depende de la situación. El neutro es el único género que siempre me conviene.
Anna Adell
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La exposición Queer British Art 1861-1967
se puede visitar en Tate Britain, Londres
hasta el 1 de Octubre 2017
Comisariada por Clare Barlow
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