Al observar la obra de Teresa Margolles en su conjunto notamos que subyace en ella una lógica procesual propia, que al encadenarse de proyecto en proyecto cobra más fuerza, y que va a contracorriente de la lógica sistémica del capitalismo en su vertiente más gore (como acertó en llamarlo la también mexicana Sayak Valencia).
Así, frente a la banalización del crimen reivindica el duelo para cada cuerpo, al anonimato y reificación de las víctimas opone su individuación, frente al tabú del cadáver consagra en éste su poética artística, ante la indiferencia social confronta al transeúnte con rastros de tragedias demasiado cotidianas como para ser ignoradas.
Margolles estudió fotografía pero también técnicas forenses, y el trabajo en la morgue le enseñó que el cadáver tenía una vida. Aprendió métodos para extraer del cuerpo rastros, grasa, flujos… que reincorporaría en las límpidas salas del museo, no por afán necrófilo ni resabio macabra, sino para concienciar sobre todo aquello enterrado en la fosa común del miedo silencioso.
Primero como co-fundadora e integrante del colectivo artístico SEMEFO (principios de los 90’s), después en solitario y alejándose de la metafísica obscena con la que este grupo combatía el abuso de poder y la violencia en México, Teresa fue encontrando su camino, menos visceral pero igual de revulsivo, para exhumar la memoria más reciente.
La artista devuelve lo residual al ciclo de la vida en propuestas bellas y turbadoras, como cuando vaporizó el agua con la que se lavan los cadáveres para que impregnara a los visitantes del museo (2001, MOMA PS1), o pasándola por una máquina de hacer burbujas (En el aire, 2003): cada burbuja simboliza un cuerpo, que se adhiere al espectador, humedece su ropa y se lo lleva a casa. O Plancha (2010), una pieza sonora en la que el goteo evoca cuerpos que caen, balazos, y el vapor que se forma sobre el metal es el dolor, dejando marcas, siempre indelebles.
Este proceso de reintegrar el muerto en el cuerpo social no deja de ser una especie de eucaristía o transubstanciación laica. Se trata de comulgar con el cuerpo del mártir, como el cristiano comulga con el cuerpo de Cristo en sacramento.
Empañar cristales con grasa humana (A través), fregar el suelo con sangre extraída de telas que envuelven los cadáveres (a modo de sudarios en los que queda registro de esas muertes violentas, Bienal de Venecia 2009), transformar vidrios rotos de parabrisas acribillados en joyas para narcos (Ajuste de cuentas, 2007), aprender los métodos científicos empleados en las autopsias le ha permitido incesantes trasvases simbólicos dando nueva vida a los vestigios de la escena del crimen o a lo que ella llama periferia del cuerpo (desde los fluidos al ruido producido por una incisión torácica).
Vestigios que pueden llegar a alcanzar toda una ciudad, como Ciudad Juárez, hoy reducida casi a cenizas tras años, incluso décadas, de feminicidios; la industria de la muerte aplicada a mujeres jóvenes, muchas de ellas trabajadoras de fábricas (serialización del crimen hasta el empacho macabra y la rentabilidad de su impunidad, tan bien descrito por Bolaño en 2666).
Margolles ha vivido la transformación de esta ciudad fronteriza, de tierra prometida a campo de exterminio, y de éste a ciudad fantasma, pues pocos son los que se quedan tras la pérdida de un familiar o un amigo próximo. La promesa (2012) consistió en la demolición de una casa abandonada de Ciudad Juárez y la posterior reconstrucción de los restos en una sala del MUAC (México D.F.), dándole la forma de una pared para simbolizar la fuerza concentrada en la labor colectiva. Cada día de exposición, voluntarios rascaban un poco de ese monumento efímero, y en esa lenta erosión se expresaba la poética de la memoria.
Porque los restos, las huellas, la memoria…, nunca desaparece, solo se transforma, parece decirnos Margolles en el conjunto de su obra.
La serie fotográfica Pistas de baile (2016), que ahora puede verse en CentroCentro (Madrid) señala otros restos de esta misma ciudad desarmada; en esta ocasión, las ruinas de clubs nocturnos en los que trabajadoras sexuales transgénero se ganaban la vida. Aquí las vemos posar con orgullo y desafío sobre los azulejos del suelo de las discotecas aún visibles (para hacer las fotos se ha sacado la tierra que ya los cubría), últimos remanentes de aquellos locales que para muchas fueron antesalas de muerte.
El necropoder (término acuñado por Achille Mbembe para referirse al poder de dar muerte, practicado tanto en los tiempos de la esclavitud africana como por el nazismo o en el actuales alianzas poscoloniales entre empresas transnacionales y oligarcas locales…), exhibe en México un espectáculo siniestro donde el narcrotráfico, la militarización del país, la pauperización, la corrupción política y un machismo trasnochado se nutren unos de otros para hacer del territorio régimen de excepción y estado de sitio a perpetuidad.
Ya lo dijo Roger Bartra en La jaula de la melancolía: “en la mitología mexicana tampoco hay lugar para un hombre que no sea un macho o un maricón”. O Carlos Monsiváis cuando hablaba de la construcción nacional del Macho de la Revolución: “el periodismo, la narrativa y el cine proponen la esencia del personaje: familiaridad con la muerte, instinto sin contención, avidez feudal por las mujeres” (Misógino feminista).
Una figura, por cierto, que importaron los españoles, lo mismo que los estadounidenses les trajeron la ley del neocapitalismo, y en México derivó en narco-capitalismo. El fetichismo de la mercancía alcanza cotas necrófilas, infinidad de cuerpos (sobre todo femeninos y de estratos pobres) alimentando el monstruo de mil cabezas del necrocapital.
Margolles restituye el estatus jurídico de aquellas y aquellos que se les niega hasta el sepelio. No hay muerte menor, nos dice.
Anna Adell
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Teresa Margolles, Pistas de baile
CentroCentro, Madrid
Dentro del proyecto de comisariado de Alberto García-Alix La exaltación del ser.
PhotoEspaña 2017
se puede visitar hasta el 17 septiembre
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