Las criaturas de Nico Nubiola son ociosas por necesidad. La posición horizontal o acurrucada es su estado natural. Las sábanas se adhieren a su piel, parecen sufrir una resaca perpetua. A veces los vemos deambular exánimes junto a un supermercado de carretera. El turismo masivo tampoco les sienta bien, terminan devorándose unos a otros.
Sucedáneos decadentes del espacio público y del ocio sólo pueden cobijar sujetos del mismo modo degradados: los cuerpos mutilados de Camping Caníbal (2011) traducen en clave caricaturesca el embrutecimiento de una sociedad bulímica; en Parking Gratis (2013), almas desahuciadas apuran las últimas gotas de una lata de cerveza o se inclinan como si quisieran espigar el polvoriento asfalto. Rascarse las partes púdicas o mirarse el ombligo completan la galería de gestos épicos.
Sin embargo, valga la paradoja, en su deshumanización reside su humanidad. El individuo ovillado que nos da la espalda mostrando, en su desnudez, su moreno paleta, nos conmueve con cada uno de sus compungidos músculos.
Catre (2017), que ahora se expone en Konvent de Berga, nos introduce en lo más íntimo de la intimidad del hogar, aunque para Nico la cama es metáfora del mar contaminado, entre cuyas olas de franela los durmientes flotan, ignorando los detritus de que se rodean: tubos aplastados de pasta de dientes, restos de patatas fritas, colillas… Aunque no está claro que logren sustraerse a ello; sus contorsiones los delatan, sus conciencias dopadas no descansan mecidas por el flujo y reflujo de este limbo amniótico que es nacimiento y muerte. Las ataduras no aluden a juegos eróticos sino a parálisis auto-infligidas, como las amputaciones son aquí sinónimo de abulia.
Nico Nubiola hace de la talla en madera un dibujo proyectado en el espacio. Los relieves y murales escultóricos son escorzos volumétricos, organismos robustos pero flexibles. Imprime a la madera un cincelado dúctil, de formas redondeadas ajenas a la tradición más hierática de la escultura. Aunque tampoco busca ser realista, sino que más bien se afilia a algún tipo de figuración underground que sólo él practica.
De proporciones anti-canónicas y con un deje cavernario, sus personajes parecen haberse escapado de un viñeta de cómic para infiltrarse en algún fresco de Andrea Mantegna, aquel italiano que con su hábil dominio de la perspectiva aplicada a la anatomía transformaba la pintura en escultura.
En esta síntesis de lenguajes y procedimientos, en una actitud que es clásica a la par que irreverente, existencial a la par que socarrona, Nico nos aproxima a temas tan filosóficos como banales. Temas como la evidencia de que la felicidad escapa a cualquier idea de progreso, de que el saber vivir es quizás la única ciencia (o arte, a decir de Sócrates) que avanza a ciegas, de que el ocio (schole lo llamaban los griegos) se ha ido alejando (para ya no volver) de su origen etimológico vinculado a aquellos periodos de descanso físico pero de fecundo ejercicio espiritual y contemplativo.
Claro que el ocio, de acuerdo con aquella adscripción, estaba reservado a una élite y ahora es un derecho (un deber) universal, aunque a condición de que su sentido haya denigrado en indolencia vital, onanismo mental, canibalismo tribal…, en una sociedad consumida por el consumo y el hastío.
Anna Adell
Catre de Nico Nubiola
en Konvent de Berga
mayo 2018