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El espacio es el cadáver del tiempo

En una conversación imaginaria entre divinidades aztecas y griegas, Coatlicue, la que da y quita la vida, le dijo a Chronos: “No tienes futuro”. El dios del tiempo le replicó: “tú no tienes pasado”. A lo que ambos asintieron: “Eso no nos deja un presente muy claro”.

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Fito Conesa. “Helicon”, video frames

Este diálogo está tomado de los apuntes de viaje por carreteras mexicanas de Robert Smithson, camino a Chiapas. “El espacio es el cadáver del tiempo”, escribe unos renglones más adelante. Su escritura, como sus intervenciones en el terreno y su documentación fotográfica, parece la de un arqueólogo de un tiempo por venir o, porqué no, la de un futurólogo de un pasado alternativo.

Cincuenta años han pasado desde la época en que Smithson posó su mirada en aquellos lugares donde la huella del hombre se reduce a óxido y polvo.  Los jirones de tiempo andan cada vez más revueltos en nuestro “presente poco claro”. Los yermos son paradójicamente fértiles para el psiquismo. Liberados de la historia, encarnan el fin de un mundo, pero también dejan entrever el principio de otro.

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Santiago Talavera. Felices eran aquellos que habitaban dentro del ojo de los volcanes (panel izquierdo)

En esa fisura, prolongando la pausa en ese no-lugar de una última escena que podría ser la primera, se sitúan propuestas recientes como Helicon, un sugerente video de Fito Conesa (incluido en la exposición “Ara mateix tot està per fer i tot és possible”, en Arts Santa Mónica). La aparente contradicción entre la sublimidad del escenario y el absurdo del acto se resuelve de modo magistral: las siete trompetas invocando al Apocalipsis en la Sierra minera de La Unión (Cartagena) despiertan con la reverberación de sus ecos a los fantasmas que duermen en sus galerías subterráneas, entre estratos calcinados. Tapizada de óxidos contaminantes, la belleza del lugar es sin embargo subyugante. Una tierra que sangra y llora, dice Fito Conesa en una entrevista. Así es, de rojo y azul jaspea su lomo, y no menos irreal es el color argénteo que riela sobre la superficie tóxica del lago. Qué mejor lugar para clamar al Apocalipsis, ¿verdad? Es cansino tanto parloteo escatológico, tanto morbo catastrofista. Mejor provocarla, la hecatombe, y así adelantamos el renacer.

De perfil aserrado era también la tierra mítica de Helicon, donde moraban las musas y Pegaso, cuyas alas nos presta ahora para sobrevolar la sierra minera a vista de dron. Conesa juega con la doble acepción del término, llamándose también helicón un instrumento de viento tradicionalmente usado en ceremonias militares.

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Santiago Talavera. “Geometría empática”

La música y la ciencia-ficción también determinan el imaginario artístico de Santiago Talavera, dando lugar a topografías donde, de nuevo, lo dantesco ha cavado abismos hasta el subsuelo de la historia, pero por esos mismos sumideros humeantes algo indefinido se empieza a esbozar. Hauntopolis, el título de su última exposición (en CEART) nos da la pauta de la naturaleza espectral de los territorios cartografiados con precisión de miniaturista (como observa el comisario, Fernando Castro Flórez). Con dibujo virtuoso despliega su afán detallista repartiendo residuos industriales por amplias panorámicas. Estos fragmentos de alguna era finiquitada, entre los que asoman en ocasiones antiguos fósiles reptilianos y extrañas geometrías procedentes (quizás) de otras galaxias, despierta en nosotros una curiosidad estrábica, invitándonos a mirar con un ojo hacia el pasado sepuldado y con el otro hacia algún futuro extraviado.

Talavera se nutre de una variada constelación de referentes literarios, como atestiguan los títulos: un verso de T.S. Eliot (“así es como termina el mundo, no con una explosión sino con un gemido”), otro de Lord Byron (“felices aquellos que vivían dentro del ojo del volcán”), una frase de Bruno Latour acerca de la urgencia de politizar la ecología (“las cosas llegaron tan rápido que resultó difícil acompañarlas”). El romanticismo y la estética de lo sublime hacen mella en la obra de Talavera, pero el vértigo del abismo es de otro signo. No es la naturaleza en sí la que aturde los sentidos sino el monstruo geológico en que la ha convertido la especie humana.

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Greta Alfaro. Decimocuarta estación 2019 (video frame)

Igual de dispares son sus referentes pictóricos, desde las estampas japonesas a la pintura flamenca. Así, la mezcla de ensueño y pesadilla de los paisajes de Hiroshige repercute en algunas obras de Talavera, y pintores flamencos como Patinir y Brueghel, con su habilidad para yuxtaponer múltiples anécdotas en extensos espacios naturales, también han influido en la concepción de sus complejos escenarios.

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Greta Alfaro. Decimocuarta estación #6, fotografía a color

Tomemos ahora un tren fantasma, de cuya existencia sólo queda el testimonio de los carriles oxidados abriéndose paso en el erial. En el vídeo de Greta Alfaro, Decimocuarta estación (beca Multiverso BBVA 2019), la música también marca la cadencia de un tiempo extinto, acompañando al traqueteo de un tren invisible por una vías que progresivamente van quedando camufladas por la vegetación. La banda sonora alterna guiños al western (siendo estos baldíos localizaciones propicias para este género fílmico) con música de procesión de Semana Santa a medida que el tren fantasma avanza entre los postes de telégrafos, de modo que éstos se transfiguran mentalmente en cruces. Los signos ferroviarios, solitarios e incongruentes junto a estaciones abandonadas, o medio hundidos entre la maleza, adquieren el aspecto de señales alienígenas.

El ferrocarril, vertebrador de la Revolución industrial y del expansionismo colonial, es visto por Alfaro, en su ocaso, como metáfora de la idea fallida del progreso. El vídeo, al ser en loop, nos sumerge en un tiempo infinito, circular, atascado en una bisagra oxidada, a la espera de lubricante para pasar página. Mientras tanto, los descampados del progreso proliferan, pero la hierba siempre vuelve a crecer.

Anna Adell

 

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