La ausencia de las figuras paterna y materna, o más concretamente su lejanía siendo niña, y la consiguiente relación virtual cuando la virtualidad tecnológica no existía, han marcado toda la obra de María Ruido.
En sus ensayos fílmicos, sin embargo, casi podríamos decir que se invierte el lema feminista “lo personal es político”, porque lo confesional no asoma en su trabajo más que de forma elíptica, intrincándose en complejas tramas que tejen lo social con lo emocional.
Sólo en uno de sus vídeo-ensayos (La memoria interior) ha tratado el tema de los emigrantes españoles, que como sus padres, fueron mano de obra en fábricas europeas durante el franquismo. Deshilvanando el ovillo de la memoria desde su propias vivencias hizo del viaje un desplazamiento también en el tiempo, único modo de recuperar un pasado que la amnesia colectiva ya había ido obturando.
Su historia personal le ha llevado a interrogar sin cesar a la Historia con mayúsculas y sus engaños. Los álbumes familiares son el falso testimonio de la felicidad doméstica, los medios de comunicación rubrican una verdad consensuada y el discurso patriarcal sesga el mundo desde sus propias fórmulas lingüísticas. Doblegar esos marcos (de control biopolítico y manipulación mediática) que ofrecen una perspectiva única de las cosas y contaminarlos con contracampos múltiples ha guiado el lenguaje audiovisual de María. Sus montajes yuxtaponen fuentes heterogéneas cuyas junturas echan chispas, y al añadir voces, al suprimir autoridades y evidenciar censuras, democratiza un medio anti-democrático.
Pasolini osa decirlo así mismo en una entrevista por televisión: el televisivo es un medio anti-democrático. Sus palabras son recogidas en Electroclass (Bilbao 2011), una obra en la que María contrapone los discursos de ministros loando la conversión en marca (Guggenheim) de una “decadente ciudad industrial” con fragmentos de las Poesías mundanas de Pasolini que arremeten contra la destrucción del pasado. Contrapone asimismo elegías propagandísticas con manifestaciones por el cierre del astillero, contrapuntea la épica del triunfo la serie ochentera “Fama” con una tétrica realidad social, intercala fragmentos fílmicos de terror (Murnau, Franju) con Berlusconi hincando sus tentáculos mediáticos en la televisión vasca.
El collage sonoro contribuye a descoyuntar la tramoya mediática, y a medida que avanza el metraje la ironía se hace más punzante: el tema punk de los Lendakaris Muertos (¡izquierda! tú no eres de izquierdas; derecha! Tampoco de derechas, de centro! tú eres de centro comercial, anormal…) ameniza las imágenes de consumidores haciendo cola en el Corte Inglés. La voz de Godard susurrando que “vivimos en una gran tira cómica”, que “cada vez hay más interferencias entre la imagen y el lenguaje” se pone en relación con el político que publicita el teletrabajo y el “estar siempre disponible” como la panacea de la libertad. Prosigue el mosaico conceptual con noticias de suicidios de trabajadores en Telecom, pantallas devoradoras (Videodrome), fantasmas que salen de ellas (Poltergeist)… y, finalmente, terminamos bailando “carne radiactiva” con la diablesa Silvia Pinal, tragados por la noche eléctrica.
En su modo de tratar cualquier tema María parte siempre de una premisa, que es la que da título a otra de sus piezas: Lo que no puede ser visto debe ser mostrado (2010). La frase la tomó de George Wacjman, y casi puede leerse como el reverso del aforismo de Wittgenstein, “de lo que no se puede hablar es mejor callar”. Wittgenstein se refería a temas metafísicos, a abstracciones no verbalizables, aunque lo cierto es que él no fue fiel a ese principio. María, en este ensayo documental, se refiere a la memoria histórica, laminada siempre con lo personal, con microhistorias que son al fin y al cabo las que mueven el mundo.
De modo fragmentario, el cine militante de los años setenta se engarza con la historia oficial de la Transición española, incidiendo en distintos aspectos ninguneados: Helena Lumbreras dando visibilidad a las luchas obreras, Fernando Vergara atreviéndose a denunciar los asesinatos de mineros (Rocío), Cecilia Bartolomé satirizando el machismo endémico incluso entre los más “progres”. Fueron cineastas que sufrieron el exilio y la censura, incluso dentro de la propia izquierda, como deja entrever María en su película. Un trabajador gallego, indignado por las trolas informativas acerca del Prestige, cierra el film preguntando a cámara “¿esto que digo va a publicarse? ¿va a salir?”.
Por supuesto no va a salir en ninguna televisión oficial, pero María cree en el potencial transformador del medio audiovisual.
El cuerpo como herramienta de producción, como territorio de lucha o supeditado a cada nicho de mercado, ha preocupado a María Ruido, pero es en Mater amatissima (2017) donde se enfoca de modo directo, en concreto el cuerpo de la mujer y su papel de madre. El caso del asesinato de una niña a manos de sus padres, en Galicia, el amarillismo mediático en torno a él y la demonización de la madre, prejuzgada y condenada antes del juicio, detonó en la mente inquieta de María una amplia reflexión audiovisual acerca de la familia nuclear y el lastre ideológico que pesa sobre la maternidad.
La película empieza con imágenes en super 8 de la familia de la artista, mientras una voz femenina (Sophie Rois) expresa sus dudas sobre el instinto maternal. Se da por sentado que no hay fisuras en el amor de madre, que un hijo siempre es deseado. Rois, en conversación con Alexandre Kluge, relee el mito de Medea en clave feminista: el personaje de Eurípides no mata a sus hijos por la infidelidad de Jasón sino por la condición subalterna a la que es relegada como mujer y extranjera. Las Bellas Artes también cimentaron la estampa de madre nutricia y protectora, estereotipo que la Madre muerta de Egon Schiele con el niño en su útero hace añicos. Pero el principal referente de María Ruido en esta obra viene del cine experimental, de la deconstrucción del melodrama cinematográfico por parte de Laura Mulvey, que en “Riddles of the Sphinx” abre un debate que sigue vigente: ¿realmente elegimos ser madres? Y si es así, ¿porqué someternos a un modelo homologado e irreal con el que difícilmente podemos identificarnos?
Mulvey analiza cómo las tensiones domésticas que no pueden expresarse en la narrativa cinematográfica se desplazan hacia la puesta en escena, el gesto, el color, los tiempos. De silencios elocuentes está preñada Nathalie Granger de Marguerite Duras, otra película con complejas relaciones materno-filiales de la que María Ruido también recupera retazos en este valiente ensayo fílmico.
No es baladí que ya en su primera obra, un videoperformance titulado La voz humana, María pusiera en escena un proceso de alejamiento auto-impuesto de modelos lingüísticos masculinos. Al irse tapando la boca con celo a medida que leía un texto sobre las supuestas formas de expresarse de cada género (extracto de “El origen de la mujer sujeto”, M.Cereceda), la voz progresivamente amortiguada terminaba no pudiendo articular palabra.
Se situaba así en un punto cero a partir del cual poder articular un lenguaje propio, frente al modelo patriarcal, pero también frente al modelo de verdad histórica. “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”, decía Wittgenstein. Franquear esos límites, esos marcos que sólo me dejan ver “tu mundo”, pasa por deconstruirlos y volver a construir desde las ruinas.
Anna Adell
María Ruido. Profundidad de campo.
En Matadero, Madrid
comisaria: Ana Ara
hasta el 05-05-2019
Programa: Mater Amatisima (2017), ElectroClass (2011), La voz humana (1998), Lo que no puede ser visto debe ser mostrado (2010).
En Cineteca Madrid: Estado del Malestar (2019)