El erotismo pone en cuestión al individuo como ser cerrado en sí mismo. Los amantes se disuelven en un solo cuerpo, de ahí viene la expresión cotidiana de vida disoluta. Los órganos se derraman en el renuevo de la fusión, escribe Georges Bataille, cuyo modo de describir el acto erótico como esa parte de la sexualidad que moviliza nuestro interior encontró su traslación plástica en los dibujos de Hans Bellmer.
Aunque el énfasis que el escritor francés pone en el componente religioso del erotismo en tanto transgresión no se da en la obra de Bellmer, sí comparten cierta concepción mórbida del deseo en tanto procurador de desgarramiento psíquico.
Leyendo su tratado estético Anatomía de la imagen comprendemos mejor el origen de esas superposiciones anatómicas que Bellmer volcaba sobre el papel: esas niñas replegadas sobre sí mismas, con sus rostros trasladados a sus pies, con las piernas solapadas a los brazos, se explican como transferencias psicosomáticas por efecto de represiones auto-infligidas. Púberes que descubren el goce pero su subconsciente lo niega por sentimientos de culpa o miedo, desplazando las zonas erógenas a otras partes del cuerpo.
Este juego de desplazamientos se complica cuando es la imaginación del hombre la que transforma el cuerpo femenino, proyectándose él mismo (como miembro eréctil) en la imagen de ella, o mimetizándose de modo más sutil: En su cuerpo yo había abierto como una fruta mi ser de carne. Me parecía querer hacer renacer en ella la mujer que yo era invisiblemente. Violaba en ella a un individuo sin sexo cuya carne era el precio de mi placer solitario (Joe Bousquet, Le mal d’enfance).
Alucinaciones cenestésicas, trastornos perceptivos…, la excitación real y la virtual se confunden y se superponen, escribe Bellmer.
Como en Bataille, un componente sádico habita el erotismo de Bellmer. La anatomía del deseo es inclemente, desmiembra y recompone, aniquila o multiplica. Muslos y torsos apretados con alambre, desfigurando la carne, dibujando triángulos, multiplicando los senos: fusión de lo natural y lo imaginado, la mente masculina impone a la mujer los hábitos algebraicos y geométricos del pensamiento.
Estas visiones de anatomías surreales multiplicándose “en un plano temporalmente neutro”, síntesis de pasado, presente y futuro, nos recuerdan las coreografías eróticas que imaginaba Ballard a través del personaje de Travis en Exhibición de atrocidades, para quien los cuerpos son “extensiones monstruosas de tejido hinchado”, articulados como vectores o módulos de intersección entre planos arquitectónicos o tecnológicos. Sólo mediante el desmembramiento corporal es posible recuperar la “simetría perdida” con la que dar sentido a una realidad que se desvanece.
Ballard compartía esa obsesión por el detalle, por la amputación de la imagen corporal como trasunto de una extraña lógica cerebral.
Las imágenes ballardianas también se sitúan en el umbral entre el sueño y el despertar. Los opuestos se integran, lo real y su fantasma, el deseo y el temor, el dolor y el placer, dando lugar a un nuevo estado de la conciencia.
Anna Adell