Soy durante un tiempo la melancolía de una figura fragmentada, y en ese intervalo el misterio se revela, Pierre Molinier
La belleza del monstruo empezó a ser reivindicada por la sensibilidad romántica, cuando aparecieron categorías estéticas que atendían a estados emocionales más que a cualidades intrínsecas al objeto. Así, lo sublime y lo grotesco llevaron la experiencia artística hacia terrenos metafísicos. Ambos conceptos llevan inscrita la pugna entre atracción y rechazo, éxtasis y repulsión.
Ya en la Antigüedad la mitología concedió al monstruo una connotación ambigua, siendo Hefesto su paradigma, adefesio del inframundo pero maestro de la forja que concedía a los dioses los atributos de su poder. Incluso se consideraba que las rarezas fisiológicas respondían a algún tipo de premonición divina. La palabra monstruo deriva de monstrare, mostrar, señal cósmica.
Después del Renacimiento se disipó la concepción del cuerpo humano como microcosmos, y los deformes, lejos de considerarse avisos divinos, serían exhibidos en freak shows o escondidos en las mazmorras de lo no normalizable.
El submundo teratológico despertaría de su letargo de la mano de artistas influenciados por las teorías freudianas sobre lo ominoso. Hans Bellmer fabricó su primera muñeca de múltiples piernas y articulaciones tras asistir a una representación de El hombre de arena, el cuento de Hoffmann con el que Freud había ilustrado la irrupción de lo siniestro. La figura de la autómata y el cuerpo amorfo desafían los límites de lo humano.
Fotografiando su maniquí en variedad de posturas y emplazamientos, Bellmer exploraba el quiasma psíquico de goce y displacer que sentía al dejar aflorar impulsos socialmente reprimidos.
Lo sublime kantiano se refiere a aquello que pone en cuestión la integridad del yo causando pavor y fascinación. También el erotismo nos lleva a la experiencia de ruptura de los límites de la individualidad. El deseo está hecho de su contrario, el horror, escribe Bataille.
Es horror al vacío de la identidad. Contemplar las naturalezas seudo-muertas de Joel-Peter Witkin revuelven en nuestro interior ese complejo de sensaciones ambivalentes, mezclándose lo sublime y lo sórdido. Logra seducirnos con carne maltrecha o putrefacta por la exquisitez compositiva y la pátina ajada que les confiere un aura extemporánea. Sus lecturas subversivas, en versión freak, de la historia del arte detonan colisiones entre los cánones culturales encargados de esterilizar nuestros criterios estéticos y el magma psíquico subyacente que revela la fragilidad de ese orden.
Nos instala en una indistinción inquietante al ennoblecer esos moradores de umbrales: carne muerta que simula estar viva, máscaras que resultan ser personas, hombres que son también mujeres, tullidos… Nos retrotrae a estadios arcaicos de conciencia al tiempo que recupera una concepción no dualista del mundo.
Algo feo o grotesco puede ser conmovedor porque la atención del fotógrafo lo ha dignificado. La obra de Jan Saudek, como la de Witkin, valida este aserto de Susan Sontag, sublimando la carne mórbida, excesiva, violentando tabúes para acceder a un erotismo transgresor, el único posible. El fotógrafo checo también juega con un naturalismo extremo velado por un barniz onírico. Pues solo en el sueño (o en el goce de lo pesadillesco) los deseos ocultos se manifiestan, el íncubo despierta.
La belleza arcana de las fotos de Saudek produce una inversión de valores, denotando que lo perverso no es lo mostrado (hombres seniles mamando pechos maduros, relaciones entre jóvenes y ancianos, obesas insaciables…) sino la condena social de sexualidades erráticas.
La ilusión es que la pornografía comercial explota la obsesión del público con ciertas señales sexuales que determinan los estándares de belleza convencional, pero lo que realmente mantiene la vitalidad del género es mostrar lo extremo, lo exagerado, lo anormal” (Naief Yehya). Siendo así, Saudek y Witkin ahondan en el morbo que nos suscita lo singular pero en lugar de explotarlo lo que hacen es resarcir la fractura entre cuerpo y espíritu, un escisión provocada precisamente por la mirada pornográfica.
El anormal era observado por Foucault como fuerza subversiva, pues está en su naturaleza violar las leyes, biológicas y sociales. La anormalidad física ha sido usada en su dimensión metafórica por artistas que redimen la otredad, reclamándola como esencia del sujeto socialmente excluido.
El monstruo ha tomado forma de mujer en el imaginario machista de todos los tiempos. Marina Núñez ha dedicado gran parte de su obra a increpar la mirada masculina con su ejército de monstruas, histéricas, medusas, inquietantes cyborgs…, receptáculos de lo irracional e indomable, proyecciones del miedo a lo desconocido.
Otro arquetipo de esos temores sustentados en deseos reprimidos es la vagina dentata, la mujer como monstruo castrador. Presente en mitos y leyendas de variedad de culturas, conoció su apogeo artístico entre los surrealistas, interesados en dar cuerpo a los fantasmas devoradores del inconsciente.
Pero también a este engendro de la libido masculina se le ha dado la vuelta para ser erigido como símbolo transgresor, no sólo por grupos feministas, también como revulsivo social por artistas que como Jordi Valls y su Vagina Dentata Organ define su proyecto sónico-performático como vagina castradora de putrefactos y cretinos; alegoría de violencia metafísica a través de la destrucción como regeneración cósmica.
Siameses múltiples con profusión de extremidades o cabezas, criaturas obscenas con anos en lugar de bocas y penes por nariz… Frente a la progresiva homogeneización de la especie y a la tendencia a pre-programar genéticamente a los individuos, los hermanos Chapman celebraban de tal guisa lo aleatorio, compuestos biológicos únicos y disfuncionales.
En una serie escultórica en mármol Marc Quinn retrata a personas lisiadas. Con ello desvela la paradoja atrapada en la ambigüedad del sentimiento estético: ¿porqué el fragmento perdido en una estatua antigua realza su belleza (la exaltación de la ruina) mientras que evitamos mirar a los tullidos de carne y hueso que nos cruzamos en la calle?
Solo el arte nos permite mirar de frente al anómalo porque la experiencia estética transforma el displacer en placer, favoreciendo la confrontación con temores atávicos, la comunicación con nuestros monstruos mentales.
Anna Adell