Un hombre cuenta que cuando perdió su miembro viril se acercó a una bruja para pedirle que le devolviera. Ella le dijo que trepase al árbol y tomara el que más le agradara del nido donde guardaban los órganos masculinos. Y cuando quiso tomar el más grande ella dijo: no debes tomar ese, pues pertenece a un sacerdote de la parroquia. Esta extracto no procede de ninguna fábula milesia o cuento picante sino de un manual destinado a justificar la matanza de millones de brujas a lo largo del Antiguo Régimen.
Las delirantes imágenes de este tratado inquisitorial, el Malleus Maleficarum (s.XV), destilan miedo y morbo hacia el goce femenino, que condenan como obra del demonio transformado en súcubo o macho cabrío. Se explaya con fruición en la descripción de los sabbat o aquelarres, de su fea costumbre de besar el ano al Diablo (osculum infame), de hacer cocidos con niños muertos, de untarse piel de sapo para volar y hacer cabriolas con la escoba… Con ello pretendían dar fe de supuestas prácticas infanticidas, pecaminosas, malvadas…
Durante la Alta Edad Media la mujer no estaba subordinada al marido como lo estaría con el arranque del capitalismo, contribuía como igual al sustento familiar además de ser conocedora de remedios caseros que se transmitían unas a otras. Como explica Silvia Federici (Calibán y la bruja), tras la caza de brujas subyace una coalición de fuerzas contrarrevolucionarias y pro-capitalistas (señores feudales, mercaderes, papas…) que pretendía exterminar esos saberes populares femeninos (parteras, curanderas…) para centralizar el conocimiento en manos de los emergentes gremios profesionales (exclusivamente masculinos); y que tildaron de herejía todo intento de contrarrestar los abusos de poder (revueltas campesinas, movimientos sectarios…), además de arrasar paulatinamente con la fuerza comunal de las aldeas mediante el cercado de tierras y el inicio de la privatización.
Frente a la corrupción eclesiástica, grupos herejes como los bogomiles y los cátaros proponían recuperar los valores espirituales de la religión. Curiosamente, el ascetismo y la consideración mística del acto sexual no estaban reñidos en aquellas religiones de índole panteísta. Las prácticas homosexuales eran frecuentes entre los bogomiles, pues rechazaban la procreación y el matrimonio. Muchos y muchas (las mujeres podían oficiar liturgias y administrar sacramentos en estas sectas) fueron quemadas en la hoguera por libertinos, esto es, por practicar una sexualidad no ortodoxa y ejercer el control sobre su propio cuerpo, controlando la natalidad con hierbas abortistas, etc.
Con la llegada del pensamiento ilustrado teóricamente se diluyeron las tinieblas de ignorancia y superstición que atizaban esa fiebre alucinatoria. El genocidio cesó pero no la misoginia coaligada a la demonización de las mujeres como encarnaciones mundanas de antiguas diosas crepusculares (Hécate), de magas trágicas (Medea) y lujuriosas (Circe). Todas ellas vengativas y peligrosas, muy del gusto de la cohorte de ocultistas y decadentes del XIX. La literatura de Joris-Karl Huysmans (trufada de misas negras) contiene escenas en las que se proyecta la sombra del Malleus: la imaginación hierofílica puesta al servicio de la depravación femenina.
No sería hasta el siglo XX que las mujeres se adueñarían del imaginario brujesco releyéndolo como potencia emancipadora y revolucionaria, identificándose ellas mismas como brujas.
Primero fueron artistas que la historiografía ha incluido en el grupo surrealista pero cuya personalidad deja corto ese etiquetado. Leonora Carrington osó dejar salir de su cuerpo a hienas, lechuzas… fauna nocturna que era trasunto de lo más primario, de su impulso sexual y emocional, atrincherado en sus entrañas, de su alma embrujada por sus propios fantasmas alquímicos. También Unica Zürn construyó su propio universo criptográfico, como aquella especie de grimorio, el Hexentexte, compendio de anagramas acompañados de dibujos cuyo trazo como de fino encaje se entreteje por un pulso automático. “Escrituras de brujas”, lo llamaba. Detengámonos un instante en aquel dibujo de Zürn que representa una dama de tres cabezas tomando el cuerpo de una adolescente, cómo nos recuerda la triplicidad de Hécate, guardiana de las encrucijadas, de los tres caminos, de las tres caras de la luna.
Ambas sufrieron reclusiones en centros psiquiátricos, brujas mutadas en histéricas por la medicina moderna, como apuntaba Benjamin Christensen en aquella rara avis del cine mudo, Häxan (1922).
Parafraseando a Pilar Pedraza (Brujas, sapos y aquelarres), las brujas fueron amas del fuego y víctimas suyas. El hombre temió su capacidad para domeñar el reino vegetal, mineral y animal. Religiones neopaganas como Wicca y corrientes ecofeministas posteriores resarcen ese vínculo roto por imposición androcéntrica.
Las mujeres de Kiki Smith conviven con aves y lobos, ellas mismas son lobunas o nacidas de ciervas, cuando no Circes de voz cautivadora pero alejadas del patrón sexista de femme fatale. Minan ese patrón, lo invierten: sus mujeres son naturales, derraman su flujo menstrual, procrean, envejecen, pertenecen a los ciclos de la vida, a lo sagrado. Son comunidad, su sabiduría no muere con ellas. Smith restituye las fuerzas míticas asociadas a las parteras, curanderas… Tiene una serie escultórica de mujeres en piras (2002), en alusión a aquel feminicidio que duró tres siglos. Los brazos en cruz y los rostros serenos las asimilan a la imagen de Cristo, pero la cruz ha sido troceada y los leños se amontonan bajo esos cuerpos anónimos, quemados en nombre de Dios.
En La reina de las Putas Rocío Boliver se crucificaba a sí misma, atándose con alambre de púas. Puta, bruja demoníaca, ninfómana, masoquista multiorgásmica, esta performer mexicana ha dedicado su carrera a poner en escena el dolor psicológico de sentirse señalada por desear demasiado siendo mujer. Pionera del post-porno, sus accciones atomizan los objetivos de la pornografía comercial mostrándose a sí misma como objeto-sujeto masturbatorio grotesco, abyecto, en una dramaturgia erotico-sacrificial.
Ciertamente, aunque la medicina no pueda ya sostener sin sonrojarse la existencia del furor uterino o la locura-de-las-ninfas, el imaginario masculino sigue demonizando la sexualidad femenina excesiva.
Los últimos performances de Boliver poseen un fuerza subversiva añadida, al mostrarse como mujer menopáusica, sexual, ajada… lo que asociamos con la bruja vieja, goyesca, de la que nos habla Pedraza como contraparte de la bruja asimilada a la femme fatale. El cuerpo femenino, cuando deja de ser fértil, lozano, bonito, se esconde, es tabú, es sospecho: celestinesco o agente del demonio.
Para la guatemalteca Regina José Galindo el cuerpo es también soporte físico desde el que denunciar la vejación de la mujer, pero no en lo personal sino como chivo expiatorio poscolonial. Paseó su cuerpo rasurado y desnudo por las calles de Venecia, se escribió en un muslo la palabra “perra” con incisiones de navaja, se dejó torturar por un pandillero, se hizo reconstruir el himen por un cirujano… Acciones contundentes que desentierran conflictos locales pero son extrapolables a realidades globales.
Al fin y al cabo se trata de empoderarse del propio cuerpo como las brujas de antaño. Beatriz (ahora Paul B) Preciado, en Testo yonqui, llamaba brujería narcoticosexual a aquellas prácticas de intoxicación voluntaria a base de mandrágora y otras plantas de efectos afrodisíacos o alucinógenos. Al escribir dicho texto habiéndose sometido a la auto-experimentación hormonal recuperaba de algún modo aquel saber brujil usurpado por las industrias farmacológicas, a la par que masculinizaba su cuerpo para combatir la manipulación bioquímica de las identidades (estrógenos para ellas, testosterona par ellos).
Arthur Evans, en su reconstrucción de la historia queer en relación a la brujería, erige Juana de Arco como estandarte trans, pues más allá de los entresijos políticos en los que se vio envuelta, su principal “herejía” fue defender su travestismo como deber religioso. Vestía como hombre y “se comportaba como tal”, reconoció haber dormido con mujeres y, por si fuera poco, su primera revelación la tuvo en el árbol de las hadas. Lesbiana, apóstata, allegada a cultos paganos… su sentencia estaba clara. La historia de la brujería puede leerse también como política sistemática de exterminio de la disidencia sexual y de la ambigüedad de género.