Winckelmann revolucionó la historiografía del arte volcándose en la mística de la contemplación erótica. La escuela de los artistas se hallaba en los gimnasios, escribe mientras se imagina a Fidias acudiendo al estadio para estudiar las armónicas proporciones de los atletas, sus músculos en tensión, la belleza coreográfica de las luchas en la arena… Asimismo, se figuraba a Sócrates en la palestra captando a jóvenes efebos a los que instruir en el arte de la templanza.
La contemplación de los atletas ejercitándose permitiría a artistas y filósofos elevarse sobre la naturaleza misma, asumiendo la naturaleza espiritual que solo el entendimiento concibe.
Ciertamente, para Platón y los estoicos el gymnos era lugar de entrenamiento físico y moral. El término askesis adquiría para ellos la doble acepción de práctica gimnástica y mental destinada a templar pasiones, reconducir deseos.
En una de las acciones que conformaron la exposición Theseus II (2014), Saúl Sellés recitaba entre jadeos de cansancio el pasaje extático que Winckelmann dedicó al Apolo de Belvedere al tiempo que trataba de colgarse de una viga del techo con una cuerda.
Tal como es formulado por el historiador alemán, en el culto al cuerpo de la Antigüedad se entrelazan fantasía, deseo, voyeurismo y sensualidad masculina. Sellés retomaba aquí el imaginario arraigado en los albores de la cultura occidental para reflexionar sobre el espectáculo deportivo como metáfora del arte, donde técnica y seducción son las claves del éxito.
Reflexiones que en El luchador (Mustang Art Gallery, 2014) toman otro cariz al introducir el pole dance, práctica que se originó en los strip clubs (ahora ya popularizado) y confrontarlo con elementos propios del boxeo (sacos, nudos, mosquetones…), subrayando así el artificio del binarismo en el ámbito deportivo entre virilidad-agresividad versus feminidad-seducción.
Impacta ver a Saúl tanteando la barra (JustMad 2015), iniciando sensuales movimientos acrobáticos que alternan con caídas bruscas por el sobreesfuerzo; es sublime la pugna que emprende consigo mismo. Ese tira y afloja coreográfico entre el fracaso y la superación remueve en el espectador una mezcla de admiración y ternura que es común ante aquellos que salen a la palestra, al ruedo, al ring.
Sellés cita a Matthew Barney como una de sus principales influencias, lo que apreciamos no solo en su modo de involucrar el deporte en el arte sino también al servirse de él para poner en suspenso la binariedad de género.
En los años 90 Barney desarrolló una serie de acciones en las que, como el título advierte, Drawing Restraint, el dibujo es resultado del esfuerzo físico: escalar rampas, saltar de un trampolín, empujar trineos de bloqueo, hacer skate con lápices adheridos a la base…
En estos ejercicios de dibujo expandido se perfila ya la fijación de Barney con la mecánica muscular. Establecía un paralelismo con la hipertrofia o crecimiento de los músculos por sobrecarga y el exceso de energía a partir del que fluye la creatividad. La resistencia puesta al límite, compensada con la moderación (su particular askesis), devienen modelos para la creación artística.
En el ciclo Cremaster los temas se complejizan con mitos personales, recuerdos biográficos mutados en crípticas epopeyas, pero si nos limitamos al análisis de lo atlético como leitmotiv asociado a la transformación metabólica y mental son significativos los homenajes que rinde a dos de sus ídolos de infancia: el escapista Houdini y el jugador de fútbol americano Jim Otto.
La ruptura de cadenas del prestidigitador y las rodillas artificiales del jugador simbolizan para Barney el poder trascendente del cuerpo que se torna polimorfo cuando franquea sus propios límites.
El título cremaster se refiere al músculo que controla la subida y bajada de los testículos (exclusivo de la anatomía masculina) por cambios de temperatura y reacciones emocionales. Leyendo ese sustrato narrativo de índole biológico a lo largo de los capítulos pareciera que la fase embrionaria previa a la diferenciación sexual, junto con el polimorfismo, son estados de máxima armonía.
Género y deporte vuelven a entrelazarse en uno de los trabajos de Naia del Castillo, una artista que indaga sobre la feminidad espigando de aquí y de allá: a partir de datos históricos, releyendo usos y costumbres, arquetipos culturales… En la serie fotográfica Sobre la Seducción se hilvanan referencias a los amores galantes dieciochescos con indumentaria y actitudes que pervierten los estándares unidireccionales de conquista. En Tiro con arco es la mujer la que apunta cual Cupido su flecha; la armadura y el plumaje de pavo real refuerzan esa inversión simbólica de los papeles en los rituales de cortejo.
Naia incluso tomó clases de tiro para empaparse de los códigos implícitos en este deporte, cuyo origen estuvo asociado a la caza y la guerra, ámbitos puramente masculinos, para pasar después a combatir el aburrimiento de las clases ociosas, antes de democratizarse.
La ironía nunca deja de latir en las fotos de esta artista: de la misma serie son los baberos que cubren los bustos femeninos y los botines que calzan sensuales piernas, unos y otros realizados en tela de Jouy versaillesca (cuyos estampados abundaban en escenas bucólicas en las que caballeros entregan ramos florales o besan la mano de indolentes damas).
En lo de atinar el tiro, cabe recordar las Shooting paintings (1960-70) de Niki de Saint Phalle. Embutida en mono blanco y botas negras, disparaba con un rifle contra telas previamente preparadas para que el impacto hiciera estallar pequeñas bolsas llenas de pigmentos. Unas emulaban retablos eclesiásticos (descargando así contra la educación represiva que había sufrido de pequeña); otras aludían a conflictos internacionales (en plena guerra fría), a la prepotencia colonial (guerra de independencia en Argelia)…
Misoginia y patriarcado eran sus blancos, como dejaba claro cuando le preguntaban contra quien dirigía su inquina: daddy, all men, short men, tall men, important men, fat men, men, my brother, society, the church… all men, daddy, myself.
El ritual performático era tan o más importante que la obra resultante: para cada ocasión, en cada sesión de tiro, escogía atuendo acorde, poniendo en jaque los estereotipos de género o subrayándolos con fines paródicos, pasando del andrógino buzo de operario al provocativo vestido rojo.
Hemos visto cuestionar comportamientos de género mediante prácticas deportivas usurpadas al “otro sexo”, establecer paralelismos entre la figura del atleta (culto al cuerpo, ovación, estrategias de seducción…) y la del artista. Pero cabe añadir otro fenómeno: la caída al vacío y el funambulismo que han servido de metáfora de la zozobra existencial a un buen elenco de artistas hacia finales del siglo XX.
Un elenco que incluía Antoni Abad y sus Últimos deseos (proyección cenital de un alambrista avanzando y retrocediendo en un ciclo eterno), Rosemary Laing y sus stuntmen (en Spin graba desde el asiento del copiloto cómo el aviador apaga el motor dejándose caer hasta que en el último instante reemprende el vuelo)… o el puenting sin cuerdas de Li Wei. Desafíos de la gravedad que funcionaban como prácticas de condicionamiento a entornos transformados por la tecnología y la celeridad del mundo, en los que se implicaba una mezcla curiosa de vértigo al desarraigo y deseo de libertad.
Anna Adell